Encallado
Eran las 6 de la mañana y el viejo pescador tomaba una taza de guarapo caliente en la puerta de su casa. Allí, con el torso desnudo, miraba con expresión soñolienta el mar sereno, quieto, frente a sus ojos. Un poco más allá, cerca de un cúmulo de rocas su bote Solimar, hundido entre el agua salada, piedras limosas, la arena dorada y hojas secas. Aunque la pintura estaba toda carcomida, se podían ver aun los amarillos, verdes y azules brillantes resaltar en el paisaje.
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Desde hacía meses el bote estaba varado por falta de algunos respuestos. Cuando le dijeron para sacar la embarcación del mar, el marinero sintió cierta tristeza presumiendo que al igual que otras embarcaciones, la suya también quedaría como un monumento a las inverosímiles bitácoras de los tiempos. Y allí estaba, soportando el inclemente sol, sirviendo de escondite para los roedores y los peces: destruido, como un guerrero abatido después de duras batallas.
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También estaba Solimar, su mujer, quien se había marchado también hacía algunos meses. Dijo que se cansó de esperar algo que nunca llegó, algo, según ella, parecido a la felicidad. El no supo cómo deterla: él sabía cómo atrapar peces, no mujeres. Así que solo se quedó callado mientras ella se llevaba sus cosas, el perro y el alma de la casa. El pescador vio el horizonte y sintió el cuerpo vacío. Entonces quiso ser niño, no un anciano, para llorar.
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Con la taza vacía en la mano, el anciano marinero pensó cómo se reparan las embarcaciones, los amores y miró nuevamente su bote. Sintió pena. Como él, la nave era una imagen del aniquilamiento, la escena de una terrible espera. Estar varado, sin uso, detenido y sin poder moverse, podía ser el peor de los destinos.
HASTA UNA PRÓXIMA LECTURA, AMIGOS