El sabor de mi infancia en un cundiamor 💚🧡[Esp/Eng]

Ayer, mientras regresaba del trabajo, algo naranja y rugoso llamó mi atención en el borde del camino. Era un cundiamor colgando tímidamente entre las ramas de una enredadera. Hacía muchos años que no veía uno, y de inmediato su presencia despertó en mí un torrente de recuerdos.

De pequeña, en aquellos días de mi escuela primaria, mi camino a casa estaba bordeado de cercados donde trepaban las enredaderas de cundiamor, con sus hojas verdes y sus frutos espinosos que parecían mágicos, como sacados de un libro de cuentos. Yo me detenía, estiraba la mano, arrancaba uno y, con cuidado, lo abría por la mitad, maravillándome con su interior lleno de semillas rojas.

A escondidas, las chupaba una a una, disfrutando de ese extraño dulzor que cubría las semillas. Era un ritual sencillo, pero lleno de alegría. No necesitaba más que eso para sentir que había descubierto un tesoro secreto de la naturaleza.

Al encontrarme con ese mismo fruto, no pude resistir la tentación de repetir la experiencia. Lo abrí, probé sus semillas y, por un instante, volví a ser esa niña curiosa que veía el mundo con asombro.

Se lo mostré a mi hija, le conté cómo lo disfrutaba de pequeña, y con una mueca de escepticismo, no se animó a probarlo. Tal vez tenga razón, pero para mí, ese sabor es pura nostalgia.

El cundiamor, aunque muchos lo consideran un simple alimento para pajaritos, es un fruto con una belleza singular y una historia rica en usos tradicionales. Su cáscara es muy amarga, pero sus pequeñas semillas rojas tienen un dulzor muy especial que las hace irresistibles, al menos para mi yo de niña.

Ustedes pensarán que solo es una curiosidad silvestre, pero ha sido valorado por siglos en distintas culturas, como en la asiática y en este mismo Caribe nuestro, tanto en la cocina como en la medicina tradicional, donde se ha usado como regulador de la glucemia o desparasitante. Sin embargo, nadie lo recolecta como una medicina de recuerdos bonitos.

Sucede que hay sabores que funcionan como puertas del tiempo, y el cundiamor es, para mí, uno de ellos. No es un fruto comercial, no lo encuentras en los mercados ni se promociona como un superalimento de moda, pero ahí está, creciendo silvestre y resistente, esperando a que alguien lo descubra. Quizás por eso lleva la memoria de mi infancia, porque en esa etapa de mi vida, las cosas simples eran las más valiosas. En aquellos días, un cundiamor en el camino era como un pequeño regalo de la naturaleza y un recordatorio de que la felicidad puede estar en los detalles más pequeños.

Le explicaba a mi niña, mientras la dejaba que partiera los frutos por la mitad, que realmente no era solo un alimento para pájaros, sino el sabor preferido de mi infancia. Y la verdad, no le dije que también lo veía como un símbolo de resistencia, de tradición y de esos pequeños placeres que el tiempo no puede borrar.

Tal vez mi hija no lo pruebe ahora, pero quién sabe, quizás algún día ella también encuentre uno en su camino y recuerde toda esta historia.

Una parte de las recompensas de esta publicación son para el fomento de esta bella comunidad naciente #greenzone✳️

_{❇️ ¡𝑮𝒓𝒂𝒄𝒊𝒂𝒔 𝒑𝒐𝒓 𝒍𝒆𝒆𝒓! ❇️
𝑺𝒊 𝒂ú𝒏 𝒏𝒐 𝒎𝒆 𝒄𝒐𝒏𝒐𝒄𝒆𝒔: 𝒔𝒐𝒚 𝒏𝒆𝒖𝒓ó𝒍𝒐𝒈𝒂 𝒚 𝒆𝒔𝒄𝒓𝒊𝒕𝒐𝒓𝒂 𝒄𝒖𝒃𝒂𝒏𝒂, 𝒎𝒂𝒅𝒓𝒆, 𝒎𝒖𝒋𝒆𝒓 𝒚 𝒔𝒐ñ𝒂𝒅𝒐𝒓𝒂 𝒒𝒖𝒆 𝒆𝒏𝒄𝒐𝒏𝒕𝒓ó 𝒆𝒏 𝑯𝒊𝒗𝒆 𝒖𝒏 𝒉𝒆𝒓𝒎𝒐𝒔𝒐 𝒆𝒔𝒑𝒂𝒄𝒊𝒐 𝒑𝒂𝒓𝒂 𝒗𝒐𝒍𝒂𝒓.
𝑬𝒍 𝒕𝒆𝒙𝒕𝒐 𝒚 𝒍𝒂𝒔 𝒊𝒎á𝒈𝒆𝒏𝒆𝒔 𝒔𝒐𝒏 𝒅𝒆 𝒎𝒊 𝒂𝒖𝒕𝒐𝒓í𝒂, 100% 𝒉𝒖𝒎𝒂𝒏𝒐𝒔 (𝒔𝒊𝒏 𝑰𝑨).
𝑩𝒂𝒏𝒏𝒆𝒓 𝒅𝒊𝒔𝒆ñ𝒂𝒅𝒐 𝒑𝒐𝒓 𝑳𝒖𝒎𝒊𝒊.
¿𝑻𝒆 𝒈𝒖𝒔𝒕ó 𝒆𝒔𝒕𝒂 𝒑𝒖𝒃𝒍𝒊𝒄𝒂𝒄𝒊ó𝒏? 𝑽𝒐𝒕𝒂, 𝒄𝒐𝒎𝒆𝒏𝒕𝒂 𝒐 𝒓𝒆𝒃𝒍𝒐𝒈𝒖𝒆𝒂 𝒑𝒂𝒓𝒂 𝒂𝒚𝒖𝒅𝒂𝒓 𝒂 𝒅𝒆𝒔𝒑𝒍𝒆𝒈𝒂𝒓 𝒆𝒔𝒕𝒂𝒔 𝒂𝒍𝒂𝒔. 💚}

ENGLISH VERSION

The flavor of my childhood in a cundiamor (balsam apple)🧡💚

Yesterday, as I was returning from work, something orange and rough caught my attention by the side of the road. It was a cundiamor hanging timidly among the branches of a vine. It had been many years since I’d seen one, and its presence immediately awakened a flood of memories in me.

When I was little, back in my elementary school days, my way home was lined with fences covered in cundiamor vines, with their green leaves and spiky fruits that seemed magical, as if taken from a storybook. I would stop, reach out, pluck one, and carefully split it in half, marveling at its interior full of red seeds.

In secret, I would suck on them one by one, enjoying the strange sweetness coating the seeds. It was a simple ritual, but one filled with joy. I didn’t need anything more to feel like I had discovered a secret treasure of nature.

When I came across that same fruit, I couldn’t resist the temptation to relive the experience. I opened it, tasted its seeds, and for a moment, I became that curious little girl who saw the world with wonder again.

I showed it to my daughter, telling her how much I had enjoyed it as a child, but with a skeptical grimace, she didn’t dare try it. Maybe she’s right, but for me, that flavor is pure nostalgia.

The cundiamor, though many consider it just bird food, is a fruit with unique beauty and a rich history of traditional uses. Its rind is very bitter, but its tiny red seeds have a very special sweetness that makes them irresistible, at least to my childhood self.

You might think it’s just a wild curiosity, but it has been valued for centuries in different cultures, such as in Asia and here in our own Caribbean, both in cooking and in traditional medicine, where it has been used as a blood sugar regulator or a deworming remedy. Yet no one gathers it as a medicine of beautiful memories.

The thing is, some flavors act like time portals, and for me, the cundiamor is one of them. It’s not a commercial fruit, you won’t find it in markets, nor is it promoted as a trendy superfood. But there it is, growing wild and resilient, waiting for someone to discover it. Maybe that’s why it carries the memory of my childhood, because back then, the simplest things were the most valuable. In those days, a cundiamor by the roadside was like a little gift from nature and a reminder that happiness can be found in the smallest details.

I explained to my daughter, as I let her split the fruit in half, that it wasn’t just bird food, it was the favorite flavor of my childhood. And truthfully, I didn’t tell her that I also saw it as a symbol of resilience, tradition, and those little pleasures that time cannot erase.

Maybe my daughter won’t try it now, but who knows? Perhaps one day, she’ll also find one on her path and remember this whole story.

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_{❇️𝑻𝒉𝒂𝒏𝒌𝒔 𝒇𝒐𝒓 𝒓𝒆𝒂𝒅𝒊𝒏𝒈! ❇️
𝑰𝒇 𝒚𝒐𝒖 𝒅𝒐𝒏’𝒕 𝒌𝒏𝒐𝒘 𝒎𝒆 𝒚𝒆𝒕. 𝑰’𝒎 𝒂 𝑪𝒖𝒃𝒂𝒏 𝒏𝒆𝒖𝒓𝒐𝒍𝒐𝒈𝒊𝒔𝒕 𝒂𝒏𝒅 𝒘𝒓𝒊𝒕𝒆𝒓, 𝒂 𝒎𝒐𝒕𝒉𝒆𝒓, 𝒂 𝒘𝒐𝒎𝒂𝒏, 𝒂𝒏𝒅 𝒂 𝒅𝒓𝒆𝒂𝒎𝒆𝒓 𝒘𝒉𝒐’𝒔 𝒇𝒐𝒖𝒏𝒅 𝒊𝒏 𝑯𝒊𝒗𝒆 𝒂 𝒃𝒆𝒂𝒖𝒕𝒊𝒇𝒖𝒍 𝒔𝒑𝒂𝒄𝒆 𝒕𝒐 𝒔𝒐𝒂𝒓.
𝑨𝒍𝒍 𝒕𝒆𝒙𝒕 𝒂𝒏𝒅 𝒊𝒎𝒂𝒈𝒆𝒔 𝒂𝒓𝒆 𝒎𝒚 𝒐𝒓𝒊𝒈𝒊𝒏𝒂𝒍 𝒄𝒓𝒆𝒂𝒕𝒊𝒐𝒏𝒔, 100% 𝒉𝒖𝒎𝒂𝒏-𝒎𝒂𝒅𝒆 (𝒏𝒐 𝑨𝑰).
𝑩𝒂𝒏𝒏𝒆𝒓 𝒅𝒆𝒔𝒊𝒈𝒏𝒆𝒅 𝒃𝒚 𝑳𝒖𝒎𝒊𝒊.
𝑳𝒐𝒗𝒆𝒅 𝒕𝒉𝒊𝒔 𝒑𝒐𝒔𝒕? 𝑼𝒑𝒗𝒐𝒕𝒆, 𝒄𝒐𝒎𝒎𝒆𝒏𝒕, 𝒐𝒓 𝒓𝒆𝒃𝒍𝒐𝒈 𝒕𝒐 𝒔𝒑𝒓𝒆𝒂𝒅 𝒕𝒉𝒆 𝒘𝒊𝒏𝒈𝒔 𝒐𝒇 𝒄𝒓𝒆𝒂𝒕𝒊𝒗𝒊𝒕𝒚! 💚}