Martes, día de teletrabajo; no tengo muchas ganas de levantarme, pero toca.
Me miro al espejo y, de repente, me preguntan: "¿Mismo corte?" Sí.
Escucho una música al fondo y murmullos. Giro la mirada a la izquierda y observo clientes esperando y barberos: unos escuchan, otros cuentan historias.
Unas sillas de barbería estilo años cincuenta, firmemente ancladas al piso, rojas con reposabrazos de aluminio donde uno se refleja, dominan la escena.
Una luz fluorescente que rebota de un piso lustrado ilumina todo el ambiente. Espejos con bordes biselados hacen ver el local más grande de lo que es. Sobre el mostrador, un arsenal de tijeras, peines y productos.
Espero la nueva anécdota del señor Ángelo, el barbero de profesión, italiano y, sin embargo, más venezolano que yo.
Llegó a Caracas a los diecinueve años, y desde entonces no ha hecho más que cortar cabello.
Nada interesante: el mismo cuento de la máquina de afeitar, que se le dañó y no tiene reparación.
Continúo recorriendo todo a mi alrededor mientras el sonido constante de la máquina se acerca al final de su tarea; el barbero hace lo que mejor sabe. "¡Listo, como nuevo!", dice el señor Ángelo. Me miro al espejo y observo una escena apagada, en realidad, melancólica.
Años atrás, al entrar, las cinco sillas de barbería estilo años cincuenta, ancladas al piso, rojas y con aluminio brillante como espejos, lucían su mejor pinta. Hoy, solo miro un televisor de trece pulgadas, de perillas con antena de bigote que se congeló en el tiempo.
Al fondo, la melodía de una canción que suena tan antigua como el propio radio, pues su sonido indica que es una emisora AM.
Un piso desgastado por el incesante transitar de los pasos, una luz tenue y unas sillas vacías, polvorientas, que vivieron su mejor momento.
El rojo ya está descolorido y los reposabrazos de aluminio perdieron su brillo, llenos de óxido, muestra fehaciente de que el tiempo cobra factura, seas humano u objeto.
¿Cuántas historias estarán empapadas en el cuero curtido y resquebrajado de las sillas?
Estoy convencido de que algún día volverán a tener una segunda oportunidad, o quizás seguirán mudas, sin poder contar tantas historias hasta sus últimos días.
Me veo al espejo esperando una respuesta que nunca llega; solo me queda despedirme y esperar poder volver a escuchar otra historia.