
Ayer enfrentamos una de esas rutas que te sacuden por dentro. Fueron 6 kilómetros, pero se sintieron como 15 km. El terreno era exigente, con una cuesta larga que parecía transformarse con cada paso: más empinada, más desafiante, más intensa. No era solo un reto físico, era un pulso mental. Cada vez que la subía, sentía que me enfrentaba a mí misma, a mis dudas, a ese impulso de querer parar.
Pero no estuve sola. Mis compañeros fueron mi brújula y mi motor. Me animaron con palabras, con gestos, con presencia. Gracias a ellos no abandoné la ruta ni me perdí en la via, se cruza por varias calles y se hace vuelta que si te confundes haces más distancia. Su energía me sostuvo cuando la mía flaqueaba. En medio del esfuerzo, hubo conexión, hubo equipo.
Fue rudo, sí. Me dolieron las piernas, me pesó el calor, me costó respirar. Pero también hubo algo hermoso: esa sensación de haberlo dado todo, de haber cruzado una cuesta que parecía imposible. No fue solo un entrenamiento, fue una lección de resistencia, de confianza, de comunidad.
Hoy me duelen los músculos, pero me late el corazón con gratitud. Porque cada paso, por más duro que haya sido, me acercó a una versión más fuerte de mí misma.
For the best experience view this post on Liketu