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Hola amigos…
Escribir definitivamente es un arte que poco a poco se va haciendo fuerte en la medida que nos atrevemos a hacerlo. Como sabrán vivo en la ciudad de Mérida, y estos días de lluvia donde la tierra se alimenta y el reverdecer se viene como inspiración. Acá, cuando la noche se rinde ante el susurro del alba, entre el frio propio de las cordilleras, la tierra se despierta en un silencio expectante, antecedido por las largas horas de lluvia que musitan e hipnotizan al caer sobre los techos de donde habito. El amanecer se cuela entre nubes grises cargadas de lluvia, anunciando una inminente batalla entre la oscuridad y la luz.
En medio de las imponentes montañas andinas, cada gota danzante en la atmósfera se convierte en un puente entre el sueño y la vigilia, una sinfonía de tonos melancólicos y esperanzas renovadoras.
La Sierra de la Culata en su majestuosidad y ancestralidad, se yergue imponente en el horizonte como un guardián silencioso. Frente a mí, la “cara del indio” - una formación rocosa sobre los 3500 metros sobre el nivel del mar que evoca el espíritu de los ancestros - que observa con inquebrantable serenidad, donde cada pliegue y recodo en la roca parecen narrar leyendas olvidadas, donde el canto de la tierra se entrelaza con el rumor de los vientos helados.
La lluvia, con su cadencia constante, acaricia suavemente estas piedras seculares, recordándonos que la naturaleza es un libro abierto cuyos capítulos están escritos con la tinta del tiempo.
Al despuntar el sol frente a la cordillera de la Sierra Nevada, cada rayo se abre paso entre la densa cortina de nubes, como si el mismo fuego celestial tejiera filigranas de luz sobre un lienzo grisáceo. El horizonte se enciende en tonos claros que se mezclan con el retazo plateado de la lluvia, creando una atmósfera de contrastes que abrazan los pisos de neblinas que se posan sobre los pies de monte.
En esta danza matinal, el sol emerge no solo como un astro inconmensurable, sino como símbolo de resiliencia y renacer, desnudando sus promesas en cada chispa luminosa que atraviesa la bruma, en cada rayo que rompe el cerco de nubes grises.
El ambiente se llena de un murmullo casi sagrado en el que se combinan los suspiros del viento y el eco de antiguas leyendas. En este escenario, la lluvia aporta su cadencia melódica que, cual instrumento ancestral, entona un preludio de renovación, de vida, de amores… Cada gota que desciende parece llevar consigo la memoria de lo eterno, mientras en silencio de da la comunión entre el agua y el fuego solar. Allí, en ese instante, Mérida se transforma en un santuario natural, donde nuestra alma halla refugio frente a la inconstancia del tiempo.
Mientras el día avanza, la lluvia empieza a disiparse, dejando tras de sí un rastro de frescura y vitalidad., donde el rocío, como besos sutiles de la noche, adorna cada rincón de la tierra... El sol en su ascenso, erigiéndose con toda la fuerza de la vida y la esperanza, marca un momento vibrante lleno de melancolía. Allí, en las alturas, la “cara del indio” parece cobrar vida, transformándose en un espejo que refleja la fortaleza de un pueblo arraigado en la historia y el misticismo.
Al caer el mediodía, el recuerdo del amanecer persiste en la memoria del paisaje andino. La lluvia, que marcó la pauta de la aurora, se ha convertido en parte del ciclo eterno de la naturaleza. La luz, ahora radiante, ilumina con suavidad las cumbres y los valles, mientras la “cara del indio” se erige como emblema de resistencia, testimonio silente de epopeyas que forjaron la identidad de estas tierras con los pasos de nuestros indígenas ancestrales.
En este escenario, el alma se llena de júbilo sereno, consciente de que cada amanecer trae consigo la promesa de un renacer, una oportunidad para olvidar las sombras pasadas y abrazar la plenitud de un presente lleno de posibilidades. El eco de la lluvia se funde con el dorado del sol en una sinfonía perenne, invitando a sumergirse en un ensueño donde la belleza de la vida se revela.
Nuestra tierra reitera su canto de resiliencia, invitándonos a exclamar… hoy es un nuevo día para comenzar!.
Hello friends...
Writing is definitely an art that gradually becomes stronger as we dare to do it. As you know, I live in the city of Mérida, and these rainy days, when the earth is nourished and greenery returns, are a source of inspiration. Here, when night surrenders to the whisper of dawn, amid the cold of the mountain ranges, the earth awakens in expectant silence, preceded by long hours of rain that murmur and hypnotize as they fall on the roofs where I live. Dawn creeps in between gray clouds laden with rain, heralding an imminent battle between darkness and light.
Amidst the imposing Andean mountains, each dancing drop in the atmosphere becomes a bridge between sleep and wakefulness, a symphony of melancholic tones and renewing hopes.
The Sierra de la Culata, in its majesty and ancestry, stands imposingly on the horizon like a silent guardian. In front of me, the “face of the Indian”—a rock formation over 3,500 meters above sea level that evokes the spirit of the ancestors—observes with unwavering serenity, where every fold and bend in the rock seems to narrate forgotten legends, where the song of the earth intertwines with the murmur of the icy winds.
The rain, with its constant cadence, gently caresses these ancient stones, reminding us that nature is an open book whose chapters are written with the ink of time.
As the sun rises in front of the Sierra Nevada mountain range, each ray breaks through the dense curtain of clouds, as if the heavenly fire itself were weaving filigree of light on a gray canvas. The horizon lights up in light tones that blend with the silvery remnants of rain, creating an atmosphere of contrasts that embrace the layers of mist that settle on the foothills.
In this morning dance, the sun emerges not only as an immeasurable star, but as a symbol of resilience and rebirth, revealing its promises in every luminous spark that pierces the mist, in every ray that breaks through the gray cloud cover.
The atmosphere is filled with an almost sacred murmur in which the sighs of the wind and the echoes of ancient legends combine. In this setting, the rain contributes its melodic cadence which, like an ancestral instrument, intones a prelude to renewal, life, and love... Each falling drop seems to carry with it the memory of eternity, while in silence the communion between water and solar fire takes place. There, in that moment, Mérida is transformed into a natural sanctuary, where our soul finds refuge from the fickleness of time.
As the day progresses, the rain begins to dissipate, leaving behind a trail of freshness and vitality, where the dew, like subtle kisses from the night, adorns every corner of the earth... The sun, rising with all the force of life and hope, marks a vibrant moment full of melancholy. There, in the heights, the “face of the Indian” seems to come to life, transforming itself into a mirror that reflects the strength of a people rooted in history and mysticism.
As noon falls, the memory of dawn lingers in the Andean landscape. The rain, which set the tone for the dawn, has become part of nature's eternal cycle. The light, now radiant, gently illuminates the peaks and valleys, while the “face of the Indian” stands as an emblem of resistance, a silent testimony to the epics that forged the identity of these lands with the footsteps of our ancestral indigenous peoples.
In this setting, the soul is filled with serene joy, aware that each dawn brings with it the promise of rebirth, an opportunity to forget the shadows of the past and embrace the fullness of a present full of possibilities. The echo of the rain merges with the golden sun in a perennial symphony, inviting us to immerse ourselves in a dream where the beauty of life is revealed.
Our land reiterates its song of resilience, inviting us to exclaim... today is a new day to begin!
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