La tradición literaria venezolana encuentra en unas pocas figuras del siglo XX el momento inaugural del cuento contemporáneo. Se recurre a los nombres de Julio Garmendia, artífice (orfebre, caso) del cuento fantástico y alegórico; de Guillermo Meneses, creador de atmósferas asfixiantes y de seres al borde del abismo; de Gustavo Díaz Solís, de sutil perfección, barroco y minimalista a la vez; de Antonio Márquez Salas, de obra brevísima y pletórica de hallazgos estilísticos, y de Alfredo Armas Alfonzo, extraordinario fabulador de las historias locales de su pueblo.
Renovadores, cada cada uno a su manera, del cuento realista heredero del siglo XIX. Son ellos los que, con sus exploraciones temáticas y estructurales, transformaron definitivamente la práctica de escribir cuentos en el país, alejándonos del naturalismo y el criollismo, introduciéndonos en las sinuosidades de la conciencia, las angustias citadinas y las técnicas del monólogo interior.
Por supuesto, hay otros nombres importantes que durante todo el siglo XX produjeron obras valiosas y perdurables, pero corresponde a estos cinco representar ese momento fundacional al que se vuelve la mirada (o se debería volver) cuando nos interrogamos sobre el arte de escribir cuentos. No hablamos de que ejerzan o deban ejercer influencia alguna sino que actúen como el modelo ejemplar que son.
Nadie escoge sus influencias, sino que estas son el resultado de la historia de lecturas de cada escritor; y hay que aceptar que para los autores venezolanos actuales han sido más importantes las obras de Jorge Luis Borges, Julio Cortázar, Ernest Hemingway, Marcel Proust, John Cheever y Raymond Carver que las de sus compatriotas. De ninguna manera podemos considerar esto una situación anormal o desfavorable o una expresión de minusvalía cultural, porque estas lecturas los han convertido en los escritores que estaban llamados a ser.
Debemos ser capaces de mirar en nuestra propia tradición literaria y encontrar en ella estímulo, reconocimiento y alegría por lo que hicieron nuestros mayores. De los escritores posteriores se espera que continúen esta tradición, pero también que la renueven; que ensayen otras formas discursivas y encuentren referentes temáticos inéditos para las generaciones precedentes. Que expresen de manera innovadora el momento presente del país.
El país, y el resto del mundo, ha cambiado, y si bien las preguntas y angustias del hombre siguen siendo en esencia las mismas, nuevos problemas y nuevas formas de relación entre la gente han hecho su aparición, dislocando lo que se creía inalterable.