___“No es de valientes entrar en morada ajena; es de tontos despertar a la bestia que duerme en ella.”___
Saludos, amigos. En algún momento de la vida, todos hemos hecho alguna locura solo por impresionar a alguien. A veces, una de esas decisiones impulsivas puede llevarnos a cruzar un límite sin retorno. Esta historia nació de los recuerdos de casas abandonadas de mi infancia, de esos lugares donde el silencio parecía tener intenciones propias. Aquí, el miedo no grita... susurra tu nombre cuando ya es demasiado tarde.
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___La Casa Calderón___
La primera vez que escuché mi nombre pronunciado desde el ático, estaba solo en la casa. O al menos, eso creía.
Era de noche, claro. Siempre es de noche cuando uno comete la estupidez de cruzar el enrejado oxidado de una casa abandonada. Lo hice por culpa de Irene. —Si sobrevives una hora adentro, te creeré valiente—, dijo, riendo, sin saber que yo prefería enfrentar demonios reales a su desprecio adolescente.
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La Casa Calderón llevaba treinta años cerrada, ya que un incendio la dejó sin techos ni alma, pero no sin secretos. Los del vecindario dicen que las paredes repiten lo que oyen, como si tuvieran memoria. Yo pensaba que era solo una de esas leyendas para mantener lejos a los curiosos.
Entré a las 11:47 pm con una linterna medio descargada y un nudo en el estómago. Había polvo en el aire, como ceniza suspendida, y un hedor agrio, como de carne vieja mezclada con humedad. Caminé por el pasillo central, evitando mirar los retratos torcidos. Sus ojos parecían seguirme, aunque eso, seguramente, era paranoia. O lo era hasta que uno de ellos parpadeó.
Me detuve en seco. —Irene, no seas idiota—, murmuré. Pero ella no estaba ahí. Nadie lo estaba.
Y entonces, lo oí.
—Santiagooo…—
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Mi nombre, arrastrado como aliento helado. Provenía del piso de arriba. Subí, como empujado por una fuerza ajena a mí, y al llegar al ático, encontré la puerta entreabierta. Un espejo antiguo, cubierto por una sábana blanca, se alzaba al fondo.
A pesar de no haber viento, la sábana se movía.
Al destaparlo, el espejo no reflejaba mi rostro, sino el de Irene: pálido, lloroso, sus labios repitiendo sin sonido —no entres—. Y detrás de ella, una figura negra con huecos vacíos en lugar de ojos. Me giré bruscamente, pero, no había nadie.
Aquella voz regresó más perturbadora que nunca.
—Santiagooo...—
Lo entendí tarde: la casa no repetía lo que oía. Repetía lo que devoraba. Cada nombre que había pronunciado, era una marca. Un eco del miedo justo antes de desaparecer.
Y ahora, estaba pronunciando el mío.
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Jorge Rodríguez Medina(@siondaba)
--- Gracias por leer. Hasta la próxima. ---
🔹*Si te gustó la historia, déjame tu comentario y sigue mi blog para más relatos.* 🔹
---English Version
___“It’s not brave to enter someone else’s dwelling; it’s foolish to wake the beast that sleeps within.”___
Greetings, friends. At some point in life, we’ve all done something reckless just to impress someone. Sometimes, one of those impulsive decisions can lead us to cross a line of no return. This story was born from memories of abandoned houses from my childhood—places where silence seemed to have intentions of its own. Here, fear doesn’t scream... it whispers your name when it’s already too late.
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___The Calderón House___
The first time I heard my name coming from the attic, I was alone in the house. Or at least, that’s what I thought.
It was night, of course. It’s always night when someone makes the stupid mistake of crossing the rusted gate of an abandoned mansion. I did it because of Irene. “If you survive an hour inside, I’ll believe you’re brave,” she said, laughing, not knowing I’d rather face real demons than her teenage contempt.
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The Calderón House had been closed for thirty years after a fire left it without roof or soul—but not without secrets. People in the neighborhood say the walls repeat what they hear, as if they had memory. I thought it was just one of those legends meant to keep the curious away.
I entered at 11:47 p.m. with a half-dead flashlight and a knot in my stomach. Dust floated in the air like suspended ash, and a sour stench, like old meat mixed with moisture, filled the space. I walked down the central hallway, avoiding the tilted portraits—their eyes seemed to follow me, though that was probably just paranoia. Or so I thought, until one of them blinked.
I froze. “Irene, don’t be stupid,” I muttered. But she wasn’t there. No one was.
And then, I heard it.
—Santiagooo…—
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My name, dragged like icy breath. It came from upstairs. I climbed, as if pushed by a force beyond me, and when I reached the attic, I found the door half-open. An old mirror, covered by a white sheet, stood at the back.
Despite the lack of wind, the sheet moved.
When I uncovered it, the mirror didn’t reflect my face, but Irene’s: pale, tearful, her lips silently repeating “don’t enter.” And behind her, a dark figure with empty holes instead of eyes. I turned around sharply, but no one was there.
That voice returned, more disturbing than ever.
—Santiagooo...—
I realized too late: the house didn’t repeat what it heard. It repeated what it devoured. Every name it had pronounced was a mark—an echo of fear just before vanishing.
And now, it was pronouncing mine.
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Jorge Rodríguez Medina(@siondaba)
--- Thanks for reading. Until next time. ---