Hoy les presentamos una nueva publicación de los relatos completos del reto "Mundos posibles". Estos relatos están desarrollados por 6 autores distintos. Desde un inicio común, los sucesivos escritores desarrollan una parte de la historia según sus deseos pero manteniendo una uniformidad en la narración para llegar a la composición final. Cada autor nombra dos retados para bifurcar la historia y llevarla desde el relato inicial a un total de 64 finales.
El relato que les ofrecemos hoy fue escrito en el siguiente orden por los autores; @valki, @adncabrera, @acostacazorla, @marilyncabrera, @rjguerra y @bertrayo.
¡Espero que disfruten del resultado!
−¡Eres un imbécil Ydregaf! De todas las naves del universo, robas una sin energía acumulada y te das cuenta cuando la gravedad de un puto planeta de semidesarrollados nos atrapa. Sabes bien que si se detecta que hemos entrado en un planeta en formación de inteligencia, pasaremos el resto de la existencia en prisión.
−¡Cállate ya Mojiglif! ¡Ahora ya estamos aquí! Entraremos en la cara oscura, frenaremos con el colchón antigravitacional y quedaremos a unos veinte metros del suelo, no nos verán. El planeta tiene campo magnético para recargar energía, antes de que la luz de la estrella del sistema nos alcance, estaremos recargados para alejarnos de aquí sin que nos detecten. El único problema es que tendremos que bajar para poner un electrodo diferencial, e iniciar la carga. Las coordenadas de estacionamiento son: 42º 23’ 55.39” N; 2º 53’ 03.70” E.
Unos centenares de kilómetros más abajo, justo en las coordenadas 42º 23’ 55.39” N; 2º 53’ 03.70” E, Marlene dominaba la barra de aquel puticlub aún casi vacío. Ya tenía sus cincuenta y cinco años y estaba cansada de la noche. Siempre sola, siempre expuesta a borrachos y a mentes enfermizas. Quería vender el negocio y largarse, dejar de ver, bajo la barra, su escopeta de dos cañones recortados con cartuchos de posta. Su única protección. Escuchó la risa estridente de La Rusa ¡Menuda rusa! Un metro y medio, morena y con ojos estrábicos. Se estaba intentando llevar al catre al delgado, sonriente y de cabeza lustrosa, padre Damian.
El padre decía que en el alcohol estaba el diablo, pero pasaba casi todas las noches cabalgando con alguna muchacha en forma endiablada. «“¡Un maldito tacaño es lo que es!”», pensó Marlene. Faltaba por llegar Maribel. La imponente española de metro setenta y ocho, más tacones del doce; pechos firmes y generosos; melena negra de pantera, una mujer de armas tomar. Y nunca mejor dicho, pues el arma que tenía entre sus piernas sobrepasaba los veintidós centímetros. Ella era la preferida del cura. Marlene nunca había averiguado quién de los dos era la montura y quien el jinete.
En la mesa más apartada estaba el desconocido que fue el primero en entrar esa noche. Pidió un Bourbon doble, pagó con propina y se sentó a pensar en sus cosas. Era bien guapo, cosa que hacía muy sospechosa su estancia allí. Yubeilis, la caribeña entrada en carnes, le había mostrado sus grandes cántaros y le había echado mano al paquete, pero éste educadamente le dijo que quizás más tarde. Ahora la morenita se encontraba en el baño de señoras depilándose los labios inferiores.
Rambo, un mastín del pirineo de cincuenta y cuatro kilos, estaba nervioso en su encierro del almacén. Era extraño, él siempre dormía, pero esa noche sentía algo que los humanos no podían detectar.
Roman Pavlov Belcebú, comandante en jefe de las tropas libres de Lucifer, estaba rodeado por los carniceros del 33 batallón de arcángeles, cuando realizó la única maniobra que podía salvarle la vida: saltar a un universo paralelo. Su poder demoníaco, le permitiría moverse sin temor en el nuevo universo, pero si los arcángeles descubrían su treta y lo seguían, estaría perdido. Tenía que pasar desapercibido. Ahora, en el sucio baño de hombres de un lupanar, pensaba rápido sobre cuál debería ser su siguiente movimiento.
Tito y Nalita eran dos jóvenes de la alta sociedad. Se conocían desde niños ya que sus padres habían hecho amistad a causa de compartir el mismo gremio, la hostelería. A los trece años ya eran novios. Eran buenos estudiantes, practicaban deportes y se mantenían lejos del vicio. Eran unos chicos sanos, pero ahora, a sus veintiún años, querían conocer el placer de la carne. Su problema era que no podían ir a ningún hotel, pues serían identificados al momento. A Nalita se le ocurrió la idea. Un local apartado para ir de noche sin levantar sospechas. Aparcaron un poco retirados de la puerta para que las grandes letras de neón que anunciaban el “Club whiskería” no iluminaran su estancia furtiva en el local. Bajaron del coche y solo la idea de que Nalita quisiera hacer un trío con una profesional, le provocó tal dolor de testículos a Tito, que entró en aquel paraíso de lujuria, andando como un cowboy.
Allí, al pie de la barra, se encontraban Fred y Tomás. Equipados con su material de alpinismo, debían llegar a lo alto de la barra para desde allí lanzarse y activar el implosionador gravitacional que daría una lección a sus enemigos: los humanos. Desde que éstos iniciaron la guerra química contra los tardígrados, Fred había perdido a unos 2 300 000 hermanos, y otros 8 000 000 entre primos, tíos y sobrinos. Las pérdidas de Tomás eran mucho mayores.
Si tanto amaban los humanos la desinfección, ellos les traían el remedio definitivo. Aún no sabían hasta donde llevaría la implosión. Unos decían que la onda implosiva destruiría todo en un radio de cincuenta kilómetros, pero otros científicos opinaban que se podía llegar a crear un agujero negro. A Fred y Tomás ya no le importaban las consecuencias, tenían que llegar a la cima de la barra en menos de ocho horas para evitar que la rutina de limpieza del local acabara con ellos.
Roman Pavlov Belcebú, RP, como era conocido entre las fuerzas arcángeles, se materializó en el cuarto de baño de un bar. El hedor a orines avivaba el mareo provocado por la violencia del último salto. Tenía un rango limitado, y lo sabía. Acorralado como estaba, tenía pocas opciones y la peor era la de entrar en un periplo de saltos continuos, como quien juega al gato y el ratón en el multiverso, hasta que sus fuerzas se agotaran y cayera rendido.
Los arcángeles, por su parte, no carecían de debilidades. La peor, tal vez, sus ínfulas de superioridad. Consideraban a todos los especímenes de su raza elementales; y lo eran, pero eso no los hacía subdotados, sino capaces de percibir en un nivel intuitivo y sensorial insospechado. Ardían en pasiones voraces e instantáneas, cuando se airaban eran violentos y de juicio volátil, pero también tenían buen olfato para la carne. Y los arcángeles eran seres perfumados que olían poco a carne: en su situación actual, Belcebú solo tenía que notar el hueco entre el tufo humano y huir, de momento; o atacar, si estaba en ventaja. Afortunadamente, la presencia de un arcángel se notaría de inmediato, pues el local estaba repleto de hedores que habían intentado sofocar con desinfectantes. El baño de al lado, por ejemplo, estaba inundado de emanaciones de cloro y carne joven, regordeta y sexualmente activa. Deliciosa para un bocado.
Mientras levantaba el morro por encima de las posibles distracciones, creyó detectar una débil emanación balsámica; algo lejano, como el recuerdo de una frotación leve que ha dejado su estela. Un arcángel había estado allí hacía mucho y su olor (su falta de olor carnal) perduraba como una sombra sensorial que RP notaba.
Muy alerta, decidió abandonar su escondrijo y revisar su posición:
Detrás de la barra, una humana cincuentona (hastiada pero vigilante: la única que se había sobresaltado un poco al notarlo); sobre la barra otra mujer, menuda, oscura y joven, sobaba a un tipo de cabeza pelada, como bola de billar. Más allá, una pareja en sus veinte intentaba sin éxito ocultar su entusiasmo sexual, mientras observaban con la boca semiabierta a todos los presentes, incluyéndolo. Había también un perro que le ladraba fieramente detrás de una puerta cerrada. No le prestó mayor atención. Lo que le interesaba estaba en el rincón más alejado, entre las sombras.
RP, advirtió, al paso de su examen, que su olfato había quedado ligeramente desenfocado. Había allí un tipo de espaldas anchas y cabello oscuro envuelto en las sombras. Los contornos de su materialidad lo confundían: como si fuese una criatura hecha de las mismas sombras que lo circundaban. No era un arcángel; eso, seguro. Pero no llegaba a determinar su especie. Por otra parte, nada parecía interrumpir de momento la rutina normal de un local como aquel, de los cuales RP había visto cientos en sus viajes interdimensionales, y en su propio mundo. Todas las especies eran dadas a fornicar entre sí, hasta los remilgados arcángeles.
Estaba prevenido.
Sin embargo, cuando lograba enfocar a la criatura entre las sombras, no notaba aprensión en su postura, ni percibía el estrés característico de los espías y patrulleros de la brigadas de caza. Se sentó en la barra. El tipo de cabeza pelada resultó ser un cura que dio un respingo y escupió a sus pies. Se levantó evidentemente molesto por la cercanía de RP. En otras circunstancias, un tipejo como aquel ya habría adornado el piso con sus dientes, pero esta noche tenía suerte. Belcebú sabía que no debía llamar la atención. Pidió güisqui y se acomodó de espaldas a la barra, de manera que pudo contemplar mejor al sujeto entre las sombras. Su olor no era más preciso, pero pudo verle parcialmente el rostro: tenía facciones humanas, de rasgos regulares y podría parecer agradable a ojos de esa especie, a pesar de la cicatriz que le deformaba el mentón. RP lo supo: el tipo estaba allí para pasar por humano, pero no lograba precisar si mostraba algún interés en él.
Un par de tipos atravesaron la puerta del bar. Olían a prevención nerviosa. RP los descartó de inmediato: su actitud era de presa, no de cazadores. Estaban en plan de pasar desapercibidos; de mezclarse con la fauna local, pero se les notaba a la legua que acababan de pisar el polvo de este planeta. Los tipos se sentaron en la única mesa libre, muy próxima al habitante de las sombras. Su olor nervioso interfería con el examen de RP y este comenzó a exasperarse. Intentó calmarse y apegarse a su entrenamiento. No era un recluta joven al que pudieran traicionarlo los impulsos propios de su especie. Se concentró.
Por encima de la fetidez aprensiva de los recién llegados, un efluvio almizclado se escurrió entre las sombras. ¿Era una impresión equivocada? No creía. Apostaba las ofrendas de su panteón a que había visto un tentáculo amarillento y tímido deslizarse en la oquedad bajo la mesa. Como una criatura que busca desplazarse desde su cascarón y emprender la retirada. Con cuidado deslizó la púa emponzoñada que escondía bajo la manga, preparado para el ataque o la huida. Se sentía amenazado y confundido. ¿Era el único que veía aquello?
Un aroma marchito le llegó de un sitio indefinido a sus espaldas. Como el recuerdo de una frotación leve que ha dejado su estela. ¿Era el único que lo percibía?
Tal vez no: el cañón frío de una escopeta recortada se apoyó firme en su nuca.
RP afinó su olfato al máximo, el olor de Marlene le aseguraba que no dudaría en apretar el gatillo.
─En mi whiskería, no, Román Pavlov Belcebú, señor de las moscas─ dijo Marlene con una voz ronca y fuerte.
RP terminó de extender su ponzoña, la tenía preparada. Sabía que podía clavarla en su frente antes de que apretara el gatillo. Podría también saltar a otro universo paralelo y desaparecer en un instante, así el proyectil seguiría su camino y se estrellaría en la pared.
Ydregaf y Mojiglif contemplaban la escena en silencio, tratando de pasar desapercibidos.
El padre Damian se llevó un crucifijo de oro a las manos y comenzó a rezar, Maribel lo miró con desprecio, caminó como una modelo en una pasarela, como si estuviera acostumbrada a esas situaciones de vida o muerte. Tomó una silla, la puso alrevés de un solo tirón, encendió un cigarrillo y se sentó a observar.
Fred y Tomás continuaban su lenta marcha hacia su objetivo mortal, se les importaba muy poco si Marlene apretaba el gatillo o no, si RP desaparecía en otro universo o lograba clavarle la ponzoña.
─Esto se pone buenísimo─ dijo Fred a Tomás con una voz aguda y ridícula.
Tomás respondió sin detenerse con una carcajada casi electrónica:
─ jijijijijijijiji─ Que lo mate, que lo mate, que lo mate...
Fred se quitó el casco, se lo pegó por la cabeza a Tomás y dijo:
─Cállate, pendejo, nuestro negocio es otro.
Fred le respondió:
─Era jugando, oso amargado.
En todo caso, a los tardígrados les gustaría que se formara un gran desorden en la whisquería, que las moscas de los universos paralelos se hicieran presentes, que los muchachos libidinosos se murieran de susto y comenzaran a dar gritos, que la Caribeña erótica le diera por masturbarse de puro pánico.
Todo eso sería bueno para ellos, así tendrían tiempo para activar el implosionador gravitacional y vengarse de esos estúpidos humanos.
Desde que salieron de su criptobiosis y fueron puestos en órbita en aquella nave espacial experimental, jamás habían estado tan cerca de su soñado objetivo.
Pero Marlene no estaba en frente de esa whisquería desde hace tanto tiempo por su cara bonita, ella sabía a quién se enfrentaba. Cerró uno de sus ojos, afinó la puntería y afincó la culata contra su hombro.
RP no lo pensó más, el cañón en su nuca ardía.
El aguijón de la ponzoña de Roman Pavlov Belcebú, señor de las moscas, Comandante en Jefe de las tropas libres de Lucifer, va camino a la frente de Marlene; la bala de la escopeta recortada de Marlene va camino a la frente de él.
Los aullidos de Rambo se comen la escena, las moscas de Lucifer se aproximan a toda prisa...
El tiempo transcurría en eternas milésimas de segundo.
Lo que ocurría abajo, en las coordenadas 42º 23’ 55.39” N; 2º 53’ 03.70” E, era conocido entre los pocos que lo habían experimentado como un “full-house”. Hacía mucho que Marlene no veía una confluencia como la de aquella noche. Veinte años habían pasado desde la última vez. Creyó que se retiraría sin ver otro de esos. Aunque algunas veces —tal vez más de las que hubiera querido—, en lo íntimo de sus cavilaciones mientras su cuerpo se batía en oscilaciones violentas y sudorosas contra las caderas de algún cliente, recordó a Vésper con nostalgia de colegiala, incluso cuando hubieron pasado más de diez años y fue obvio que no cumpliría su promesa de regresar. Pero no había caso. Era un full-house sin el Comandante Vésper. Después de veinte años daba igual si el 33 Batallón de Arcángeles se aparecía o no, con todo lo que implicaría. La visión del metal incisivo emponzoñado irrumpe en el centro de su campo visual y disuelve sus digresiones en un tiro. El tiempo desembraga y todo va muy rápido.
La ponzoña golpea contra el aire sólido y se quiebra. RP no lo vio venir (Marlene tampoco). Un espasmo de dolor exquisito lo deja en inexplicable genuflexión, la cara contra su propia pelvis. Maribel sonríe. RP ha esquivado el tiro, pero no ha servido de mucho, pues lo que ha desencadenado es lo que más temía (por más que se empeñaba en ocultar ese miedo). Cuatro metros a la izquierda la nuca de Maribel ha explotado como una sandía madura. La emanación profusa de sangre ha hecho un gran charco viscoso donde ahora nadan las hebras brillantes de la melena negra; el hoyo en la frente, inexplicablemente perfecto y diminuto le ha congelado el gesto en una expresión estúpida. Todavía hay humo en su boca; las uñas de carmesí escarchado abrazan el cigarrillo y la relajación que viene con las últimas exhalaciones le ha devuelto esa sonrisa de tonta que tanto ensayaba en el espejo mohoso del baño cuando llegó de once al prostíbulo y al fin lo dejaron usar su primer vestido y tener a su primer hombre. Marlene monta en cólera, pero está demasiado confundida para reaccionar.
Lo que sigue ha sido lo más inesperado.
Hace un par de segundos que el hombre del aguijón ha despertado de su displicencia y viene en dirección a la mesa donde Ydregaf y Mojiglif intercambian miradas nerviosas y se preguntan cuál sería la forma de reaccionar ante el accidente, la presencia del extraño que se aproxima, el suicidio del calvo del crucifijo que nadie parece notar está ocurriendo justo ahora y los ladridos infernales que solo lo hacen todo peor. Nada de esto parece importarle al hombre misterioso; su mirada está fija en la puerta, impasible pero atenta (lo aterrado que está es su secreto).
Una pareja de jovencitos se escabulle por la puerta de atrás. Ydregaf los sigue con la mirada y descubre por la ventana que nunca alcanzaron subirse en el vehículo donde habían llegado. La percepción de una fuerza descomunal ha paralizado a Fred y a Tomás.
Suprimiendo el dolor como sólo un militar de su calibre podría, RP intenta un salto interdimensional, pero solo consigue triplicar su dolor; el alarido es bestial. La dimensión está bloqueada. Y quien lo haya hecho debe ser al menos de segundo rango. Roman Pavlov Belcebú, Comandante en Jefe de las Tropas Libres de Lucifer, sabe lo que pasa y sabe que está jodido.
El padre Damián yace sentado como un muñeco en la silla de la barra; se le ha vaciado la sangre como a un inflable pinchado. En frente, sobre la silla volteada, ya Maribel no exhala humo de cigarrillo; su último flirteo ha sido con los cañones recortados de Marlene. Exceptuando a estos dos fuera de juego y los dos que fueron a parar a un intersticio interdimensional, todos tienen la mirada puesta en la puerta frontal.
Una emanación balsámica penetra todos los resquicios del lugar.
Marlene conoce el aroma. Sabe que no ha sido ella quien lo ha hecho regresar. Justo ahora, mientras sostiene el arma aún caliente, sin haber tenido tiempo de lamentarse por el asesinato, se percata de que lleva esa blusa vieja que nunca le quedó tan bien, que ha olvidado este mes teñirse las raíces. Pero sin importar lo vieja que se sabe, suelta una carcajada de burla y una patada a las costillas de RP: —No ibas a saltar, RP, ¿ah? Qué mal tino tienes, hijo de la gran puta. Vésper te va a voltear ese pellejo del demonio como un calcetín. A Maribel ya le está gustando; mírala.
Realmente, qué mal tino ha tenido RP; venir a parar precisamente a un punto de confluencia de alarma 5. Es un “full-house”.
El 33 Batallón de Arcángeles está en la puerta.
Vésper, comandante del 33 Batallón de Arcángeles, estaba cansado. Sabía lo que le esperaba tras la puerta del puticlub. Al menos, estaba razonablemente seguro. Su sentido del olfato no era tan fino como el de su enemigo, pero aun así lo era mucho más que el de los humanos y otras criaturas inferiores. Detrás de la puerta cerrada se encontraban la sangre y el caos: demonios, humanos, insectos, un par de algolianos extraviados y algo más; algo que Vésper en su ya larga vida nunca se había encontrado y que lo ponía nervioso, si es que los arcángeles pueden sufrir de los nervios. “No hay que demorar más las cosas”, pensó. “De una u otra forma nos acercamos al desenlace”.
Da una patada a la puerta del puticlub, que salta de sus goznes y se estrella contra la pared opuesta, no sin antes llevarse de por medio a Yubeilis, y blande en dirección a Roman Pavlov su arma: una espada flamígera. Vésper no podía ocultar cierto gusto vintage en lo relativo a armas y vestimenta.
Lo que no esperaba era que Roman Pavlov Belcebú se hallara en el suelo a merced de una m