Ansiedad
Se siente vacío y oscuro pero algo, en definitiva, late.
Se estremece en mi pecho al igual que un león hambriento que acecha a su presa.
Quiere a alguien, pero no lo hay.
Aún así sigue rugiendo.
Exige ser alimentado. No para y me ahoga. Me lastima. —¡Qué empiece el canibalismo!—, le digo. Pero no soy yo su aperitivo favorito.
Lo quiere a él. —¡Para!— son siempre mis quejas.
Pero no me escucha; sigue procesando la desesperación en mis palabras.
Y el dolor se vuelve intenso. Ahora quema. Allí pienso en él.
Pienso en entregárselo, quiero que lo devore, y así calmar la furia que se avecina en mi pecho.
Pero no puedo. Es mi orgullo insolente y carente de obediencia el que me detiene.
Han sido varias las noches en las que esta fiera indomable intenta salir de su jaula,
pero no lo consigue. No aún. Sigue esperando una señal, una revelación.
Pero hoy siento que los clavos que aseguraban su morada han sido removidos.
Se aproxima su salida. Su libertad.
—¡Dentente palpitar, qué se cierren todas las válvulas, qué las espinas empiecen por perforar cada ventrículo!—,
fueron estas mis últimas palabras.
Los separadores de texto son de mi autoría.