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Europa tuvo su Gran Guerra; un pleito familiar, grandes monarquías peleando por territorios, tensiones políticas, con visiones imperialistas, nacionalistas y con hambre de supremacía armada.
La Segunda Guerra tuvo sus causas en los totalitarismos, en crisis económicas, en tratados que puso en jaque eterno a naciones responsables de conflictos pasados.
Y al igual que en esa segunda Gran Guerra, hoy los amaneceres están inquietos; el viento transmite miedo, incertidumbre, el deseo de no pensar que estamos en temidos albores de una Tercera Guerra Mundial.
Los señores de la guerra están pendientes de cada movimiento; saben que puede estallar en cualquier momento el conflicto, el cual les reportaría más ganancias a costa de vidas inocentes.
El futuro se ve sombrío; la paz, frágil como la vida misma, no será una opción, sino un lujo, un privilegio, un elemento que quizás quede olvidado por un lustro o por una década, ¿quién sabe?
Nadie conoce qué es lo que pasará el día de mañana; nadie sabe si esto se manifestará en su forma más violenta o se quedará en rompimientos diplomáticos; nadie sabe si alguien apretará el botón de los misiles nucleares.
Ruego a Dios que esto no escale a más, aunque todo parece indicar que estamos alcanzando los albores temidos de una nueva Gran Guerra, con pequeños episodios de guerras civiles.
