A su mente llegaron memorias de adolescencia, de las películas románticas que solía ver en casa, de sus protagonistas edulcoradas, de las ilusiones del amor que sólo podía encontrarse en las novelas de siglos pasados.
Una sombra de tristeza se reflejó en el rostro.
No podía negarlo. Ella siempre anheló encontrar el amor; siempre soñó con tomar la mano de un hombre que la hiciera sentir feliz, viva, completa. Alguien que la complementara, que fuera equilibrado y saludable en todos los sentidos. Alguien que en cierto modo la sacara del hastío de la vida cotidiana, que le permitiera ser libre.
Pero ella sabía que ese tipo de amores eran irreales. Los anhelos de juventud se quedaban ahí, en deseos y sueños. En un tesoro que guardaba celosamente, en un recordatorio de que era posible encontrar y cultivar ese tipo de relaciones en los tiempos modernos, aunque tuviera que navegar en un mar de incertidumbre y de gente impredecible.
Conforme crecía, Catalina entendió que se podía luchar por ese amor solo si estaba con la persona correcta y si ella se amaba a sí misma lo suficiente para conocer qué límites trazar, pues solo así evitaría diversos disgustos. Sin embargo, también había entendido que el amor no era para todos; si en esa vida ella no encontraba con quién compartir sus vivencias, sus sueños y sus ilusiones, entonces aceptaría a la soledad como una vieja amiga.
Con un suspiro, tocó el timbre de bajada. Al salir del autobús, se dirigió hacia la lavandería, y de ahí a casa.