La mueca de la muerte. Más allá del duelo [Esp-Eng]
El día en que Chela murió me sentí un poco rara, perdida en el universo. Le había dado la sopa días antes, acariciado su pelo. Había escuchado los pronósticos médicos que dictaminaban una evolución paulatina. Ella le decía a los compañeros de sala, incluidos dos abuelitos solitarios, lo orgullosa que estaba de mí por ser su alumna y haber aprendido bien, por ser de las que se respetan. Yo miraba a aquella mujer con nubarrones oscuros en la placa, que había marcado historia en el periodismo impreso de Las Tunas, hablar así de mí, una larva en crecimiento, que me daba una mezcla de pena con alegría. Juan, su esposo, le acomodaba las piernas en aquella incómoda cama de hospital, como si no supiera que le era imposible quedarse quieta. Y yo le abotonaba a una parte rebelde de la bata, porque aún en ese estado había que mantener la compostura. Ese día no murió, sino dos después. La noticia llegó entrecortada en la voz de la directora del periódico. Yo me negaba a creerla. Ella era de esas personas que nos parecen invencibles. Sabía que nunca volvería a ser la misma, y nunca más lo fui. Con Graciela Guerrero Garay se fue una parte de mí, porque allí yacía una amiga de verdad, más que una amiga, una madre. Yo conocí a Graciela en una de las reuniones protocolares de 26, donde a los periodistas más consagrados les dan la tarea de ser tutores en las prácticas preprofesionales. "Esa, la guajirita", le dijo al entonces jefe de información apuntando hacia mí. Fueron años muy productivos; ella me pulió. Me enseñó todos los géneros periodísticos desde el primer año de la carrera. Me transmitió valores durante horas de conversación en el balcón, entre bocanada y bocanada de cigarro. Y yo, por ese entonces, no me sentía tan sola. El día que Graciela murió me arrancaron de un cuajo la inocencia, vi la oscuridad de un oficio tan sacrificado y mal pagado, entendí la importancia de trabajar, pero no a costa de dejar de vivir. No quise verla en último sueño. No quería mirarle los ojos a la certeza. Pero lo difícil, lo verdaderamente difícil, vino después, cuando al pasar las semanas la única persona con la que, en ese tiempo, conversabas varias veces al día, solo dejó en su lugar un eterno silencio. Hoy, dos años después, sigue doliendo, pero he intentado aferrarme a lo bueno que dejó, a su manera de hacerme comprender a toda costa el andamiaje de un mundo demasiado complejo... Eso sí (y he aquí lo paradójico), sin perder la ternura. Hoy la recuerdo siempre, desde un vacío congelado, desde un millón de preguntas sin respuestas, pero es la ley de la vida, lo dice la frase tan trillada como visceral. Sin embargo, ahora que lo pienso, es mejor cambiar de perspectiva y decir: Los días que Graciela vivió... Así, seguramente, la sentiré más cerca.
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The grimace of death. Beyond the duel [Esp-Eng]
The day Chela died I felt a little strange, lost in the universe. I had given her soup days before, stroking her hair. He had heard the medical prognoses that dictated a paolatina evolution. She told the classmates, including two lonely grandfathers, how proud she was of me for being her student and having learned well, for being a respected one. I was looking at that woman with dark clouds on the plate, who had made history in the printed journalism of Las Tunas, talking about me like that, a growing larva, which gave me a mixture of sadness and joy. Juan, her husband, would tuck his legs into that uncomfortable hospital bed, as if he didn’t know it was impossible for him to stay still. And I buttoned a rebellious part of the robe, because even in that state it was necessary to maintain composure. He did not die that day, but two later. The news came in the voice of the newspaper director. I refused to believe her. She was one of those people who seem invincible. I knew I’d never be the same, and I never was. With Graciela Guerrero Garay a part of me was gone, because there lay a real friend, rather than a friend, a mother. I met Graciela in one of the protocol meetings of 26, where the most consecrated journalists are given the task of being tutors in pre-professional practices. " Esa, la guajirita", she told the then head of information pointing to me. They were very productive years; she polished me. He taught me all the journalistic genres from the first year of my career. He transmitted values to me during hours of conversation on the balcony, between puff and puff of cigar. And I, at that time, did not feel so alone. The day that Graciela died I was stripped of innocence, I saw the darkness of a trade so sacrificed and poorly paid, I understood the importance of working, but not at the cost of giving up life. I didn’t want to see her in my last dream. I didn’t want to look at the eyes of certainty. But the difficult, the really difficult, came later, when as the weeks went by the only person with whom, in that time, you talked several times a day, only left in its place an eternal silence. Today, two years later, it still hurts, but I have tried to hold on to the good that it left, to its way of making me understand at all costs the scaffolding of a world too complex... Yes (and here’s the paradox), without losing tenderness. Today I always remember it, from a frozen void, from a million unanswered questions, but it is the law of life, says the phrase as trite as visceral. However, now that I think about it, it is better to change my perspective and say: The days that Graciela lived... So, surely, I will feel closer.