Castile, like those charismatic windmills of La Mancha that awakened Don Quixote's adrenaline, turning it into the fuel of creativity, remains, after all, and despite the complementarities of Machado and the circumstances of Ortega y Gasset, a land of sleeping giants.
It is difficult, if not impossible, to walk along any of its endless, dusty roads and not come face to face with an enchanted castle, whose ghostly inhabitants lie wrapped in the sheets of legend; with a ruined monastery, whose resilient remains, subjected to the limbo of ostracism, raise their gaunt stumps toward the cold light of the stars; or even, exhausting the impossible, with a stubborn wall, which, stubborn as a mule, refuses to finally crumble and bid farewell forever to all memory and hope.
A mortally wounded giant, it is true, but seeing the height and majesty of this tower, which was once the solid western facade of a magnificent monastery of Hieronymite monks lost in the solitudes of the vast Castilian land, makes the traveler, even unintentionally, feel infinitely small and overwhelmed by the thought of what it might have originally been like, recalling—despite accepting that comparisons are generally odious—that isolated bastion of Dino Buzzati's famous novel, "The Tartar Steppe," which was consumed day after day, waiting in vain for the arrival of an enemy who, as it turned out in the end, was none other than that insatiable devourer of illusions, Time.
Castilla, como esos carismáticos molinos manchegos que despertaron la adrenalina de Don Quijote, convirtiéndola en combustible de la creatividad, continúa siendo, después de todo y pese a las complementariedades de Machado y las circunstancias de Ortega y Gasset, una tierra de gigantes dormidos.
Difícil es, cuando no imposible, desfilar por cualquiera de sus infinitos y polvorientos caminos y no darse de bruces con un castillo encantado, cuyos fantasmales moradores yacen arropados por las sábanas de la leyenda; con un monasterio arruinado, cuyos resilientes restos, sometidos al limbo del ostracismo, elevan sus descarnados muñones hacia la fría luz de las estrellas o incluso, apurando lo inapurable, con una obstinada pared, que, terca como una mula, se niega a venirse definitivamente abajo y despedirse para siempre de todo recuerdo y esperanza.
Gigante herido de muerte, es cierto, pero el hecho de ver la altura y la majestuosidad de ésta, que, en tiempos fue la sólida portada de poniente de un soberbio monasterio de monjes jerónimos perdido en las soledades de la basta tierra castellana, hace que el viajero, aun sin pretenderlo, se sienta infinitamente pequeño y sobrecogido frente al pensamiento de cómo pudo ser originalmente, recordando, a pesar de aceptar que las comparaciones suelen ser, por lo general, odiosas a ese baluarte aislado de la famosa novela de Dino Buzzati, ‘El desierto de los tártaros’, que se consumía un día tras otro, esperando en vano la llegada de un enemigo, que, como al final se demostró, no era otro que ese insaciable devorador de ilusiones, que es el Tiempo.
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