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¿Dolores que pasan inadvertidos?
Cuando nuestra alma susurra y nadie la escucha, es imposible evitar sentirnos perdidos, desilusionados, sin fuerzas para seguir adelante. Esos son dolores que pasan inadvertidos, pero que dejan huellas profundas, cicatrices que atentan tanto a nuestro bienestar como correcto desarrollo. Muchas veces creemos que en el silencio está la fuerza y pensamos que si nadie nos escucha, entonces no nos dolerá. Estamos adaptados a reconocer el dolor emocional cuando se vuelve insoportable, cuando nos quedamos con cuerpo y alma rígida, emociones a flor de piel, desbordadas por inciertos. Por esas crisis que parecen infranqueables y nos obligan a detenernos. ¿Pero entonces por qué no manejamos a tiempo esos dolores más silenciosos, antes de que pasen de la sutileza a la molestia y a lo insoportable? Esos dolores que parecen pequeños se cuelan en nuestras rutinas, en el ir y venir del día a día y rara vez los identificamos a tiempo, los reconocemos, les ponemos nombre.
Mi primer dolor invisible vino de un lado bueno de mí, del lado de querer ser mejor, del lado de querer dar todo de mí, de buscar la perfección. Y es que ser perfeccionista es acarrear con el peso de las expectativas aceleradas y agigantadas en cada instante. Con el: no lo dimos todo, con el: pudimos hacer más, camuflamos de falta de entrega los errores más humanos. Y en esa búsqueda nos causamos dolor, que por muy pequeño que sea, se va acumulando a pasos agigantados.
Nos exigimos horas y horas, no pausas, no descansos, solo trabajo, solo productividad. Nuestra mente comienza a fatigarse y es un dolor pequeño, pero lo ocultamos y silenciamos tanto para el mundo que nos rodea como para nosotros mismos. Tenemos que reconocer que estar ocupados, mantenernos productivos, querer dar el todo de nosotros no siempre significa estar bien.
Tenemos enraizada la cultura de decir: TODO ESTÁ BIEN. Es casi automático:
-¿Cómo va todo? -Bien
📸https://unsplash.com/es/fotos/tarjeta-de-felicitacion-de-feliz-ano-nuevo-EDJKEXFbzHA Camuflamos el dolor en la respuesta automática, o detrás de una sonrisa. En ese intento de ocultar para no molestar a los demás, simplemente nos escudamos para no sentirnos débiles, porque la sociedad nos ha dicho que se debe ser fuerte, agradecido y positivo, y que lo demás está mal, es debilidad.
Pero la verdad es que lo que ocultamos, lo que no decimos, se queda y se enquista dentro de nuestra alma. Nos abandonamos por miedo a que los demás nos abandonen primero. Sonreímos cuando todos sonríen, callamos porque todos callan, evitamos los conflictos para ser la versión de nosotros que cumpla las expectativas de los demás.
Normalizamos el dolor en los hombros después del día tratando con el cliente irrespetuoso, el estómago revuelto después de la discusión con nuestro superior, el insomnio después de estar horas mirando personas con vidas que deseamos. Normalizamos estas sensaciones y no las nombramos. ¿Porque tener estrés viene en el contrato de ser adulto? ¿O no? Callamos tanto que no escuchamos las señales de nuestro cuerpo, dejamos que los dolores pasen inadvertidos. Después a todos nos toca preocuparnos por qué es esa sensación que sentimos a veces, que se siente más allá de la tristeza y la ansiedad, que se siente como vacío inexplicable. Yo lo llamo suspirar sin causa.
El dolor espiritual es difícil de compartir. Lo ocultamos entre ocupaciones diarias, lo disfrazamos como parte de nuestra funcionalidad, pero no se va. Ahí está, va con nosotros a la cama cada día y se levanta listo para volver a acompañarnos el siguiente. A veces me gusta imaginar que entre todos los dolores, entre los nuestros y los ajenos, hay una red de hilos invisibles y que nuestra sociedad a veces refleja ese vacío que sentimos. Pero también sé que en todo esto hay y habrá esperanza de la buena, que surge cuando reconocemos dolores y empezamos a trabajar en sanarlos y no ocultarlos.
Porque quizás, solo quizás, todos sabemos que hablar de lo que no vemos, de los dolores pequeños que ocultamos, es el primer paso para sanar.
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Pains that go unnoticed?
When our soul whispers and no one hears it, it's impossible to avoid feeling lost, disillusioned, and powerless to move forward. These are pains that go unnoticed, but they leave deep marks, scars that threaten both our well-being and our proper development. We often believe that there is strength in silence and that if no one hears us, then it won't hurt. We're adapted to recognizing emotional pain when it becomes unbearable, when we're left with a rigid body and soul, emotions on edge, overwhelmed by uncertainties. Because of those crises that seem insurmountable and force us to stop. But then why don't we manage these quieter pains in time, before they go from subtle to annoying and unbearable? These seemingly small pains creep into our routines, into the comings and goings of everyday life, and we rarely identify them in time, acknowledge them, or give them a name.
My first invisible pain came from a good side of me, from the side of wanting to be better, from the side of wanting to give my all, from striving for perfection. Being a perfectionist means carrying the weight of accelerated and inflated expectations at every moment. With the "we didn't give our all," with the "we could have done more," we camouflage the most human errors as a lack of commitment. And in that pursuit, we cause ourselves pain, which, however small, accumulates in leaps and bounds.
We demand hours and hours of ourselves, no breaks, no rest, only work, only productivity. Our minds begin to tire, and it's a small pain, but we hide and silence it, both from the world around us and from ourselves. We have to recognize that being busy, staying productive, wanting to give our all doesn't always mean being okay.
We have a deeply rooted culture of saying: EVERYTHING IS FINE. It's almost automatic:
-How's everything? -Good.
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We camouflage pain in an automatic response, or behind a smile. In this attempt to hide so as not to upset others, we simply shield ourselves from feeling weak, because society has told us that we should be strong, grateful, and positive, and that anything else is wrong, that it's weakness.
But the truth is that what we hide, what we don't say, stays and festers within our soul. We abandon ourselves for fear that others will abandon us first. We smile when everyone else smiles, we keep quiet because everyone else is quiet, we avoid conflict to be the version of ourselves that meets others' expectations.
We normalize the pain in our shoulders after a day of dealing with a disrespectful client, the queasy stomach after an argument with our superior, the insomnia after spending hours looking at people with lives we desire. We normalize these sensations and don't name them. Why is stress part of the contract of being an adult? Or is it? We keep quiet so much that we don't listen to our body's signals, we let the pain go unnoticed. Then we all have to worry about what that feeling we sometimes feel is, a feeling that goes beyond sadness and anxiety, a feeling of inexplicable emptiness. I call it sighing without a cause.
Spiritual pain is difficult to share. We hide it among daily activities, we disguise it as part of our functioning, but it doesn't go away. It's there, it goes with us to bed every day and wakes up ready to be with us again the next. Sometimes I like to imagine that among all the pain, between our own and that of others, there is a web of invisible threads and that our society sometimes reflects the emptiness we feel. But I also know that in all of this there is and will be a kind of hope, which emerges when we acknowledge the pain and begin to work on healing it, not hiding it.
Because maybe, just maybe, we all know that talking about what we don't see, about the small pains we hide, is the first step toward healing.
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