Que tal todos, ¿como están?. Hoy quiero compartirles un recuerdo que, aunque ya han pasado algunos años, sigue muy presente en mi vida. Fue, quizá, una de las primeras veces que tuve que asumir una responsabilidad realmente importante… y sí, una vida dependía de ello.
Corría el año 2021, en plena pandemia. Aquí en Panamá el encierro había durado prácticamente un año, y apenas entonces comenzaba a verse un poco más de movimiento en las calles. La economía estaba fuertemente golpeada, pero ese es un tema que dejaré para otro momento, porque hoy quiero centrarme en la vivencia que me marcó.
En ese tiempo, me encontraba en un proceso personal de reflexión. Me preguntaba qué quería hacer con mi vida, más allá de trabajar y divertirme. ¿Era momento de pensar en una relación o en formar una familia? ¿O tal vez empezaba tarde? Quizá debía comenzar por algo más simple, como mudarme a un apartamento propio… pero no ganaba lo suficiente, y además era el sustento principal en mi hogar. Cambiar de trabajo en plena crisis no era una opción. Entonces, surgió la idea: ¿y si adoptaba una mascota?
Desde niño siempre conviví con animales: aves de corral, perros, gatos… pero desde que mi abuela falleció, en casa solo quedaban perros, y aunque llegamos a tener hasta cinco, nunca sentí que fueran “míos” realmente. Un día, mi tía me comentó que alguien estaba dando gatitos en adopción, y acepté conocerlos.
Cuando llegué, me llevé una sorpresa: solo quedaba una gatita… recién nacida. La persona me contó que habían encontrado cuatro bebés sin su madre, y tras buscarla por horas, no había rastro de ella. Uno de los pequeños había fallecido, dos ya tenían hogar y yo me llevaría al último.
En el camino a casa me preguntaba: ¿qué estoy haciendo? No tenía idea de cómo cuidar a un gato tan pequeño. ¿Qué comía si no era leche materna? Me detuve, busqué en internet y descubrí que darle leche de vaca podía matarla. Me tranquilicé al encontrar la solución: leche en fórmula especial para gatitos. Fui a una tienda, compré la leche, un biberón, un gotero, una cama y algunos juguetes.
Así comenzó la travesía. Durante horas no lograba que bebiera del gotero y su maullido de hambre me partía el alma. Pensé: si no puedo cuidar a un gato, ¿qué puedo esperar de mí en la vida? incluso queria llorar. Finalmente, pasada la 1 de la madrugada, logró tomar su primer biberón. Se calmó, y yo también. Como no encontraba videos para dormir gatitos, le puse música para bebés… y funcionó.
Tanto fue mi compromiso que pedí 15 días de vacaciones para alimentarla cada tres horas y cuidarla mientras abría los ojos y daba sus primeros pasos. Era increíble ver lo frágil que era: su piel suave, sus huesitos, su diminuta carita y sus pequeñas garras.
Con el tiempo regresé al trabajo, y mi mamá me ayudó con su cuidado. Han pasado ya cuatro años desde aquel rescate, y Kirara —así se llama— es ahora la orgullosa dueña de la casa. ¿A mí? Bueno, quiero pensar que me quiere, aunque lo demuestre poco… después de todo, es un gato, y la independencia es parte de su naturaleza.
Gracias por leer esta historia. Para mí, fue mucho más que salvar a una gatita: fue una lección de paciencia, compromiso y amor. Y si algo puedo dejarles como mensaje, es que a veces cuidar de otro ser —por pequeño que parezca— puede enseñarnos grandes cosas sobre nosotros mismos.
Un abrazo para todos en la comunidad, y que cada día tengan la oportunidad de vivir momentos que les recuerden la belleza de la vida y de los lazos que formamos, incluso con quienes no hablan nuestro idioma… Nuestras amadas mascotas.