Herencias Silenciosas: Lo Que las Fotos No Muestran, Pero el Corazón Recuerda

@esalazar26 · 2025-07-24 21:07 · hive-131951

Hace unos días, mi madre me envió por WhatsApp unas fotos que despertaron algo más profundo que simples recuerdos. Fue como abrir una puerta sin darme cuenta, como si un pequeño fragmento del pasado se hubiera filtrado al presente. Al ver esas imágenes, sentí una necesidad inmediata de volver al álbum familiar, ese que guarda nuestras primeras versiones, nuestras raíces más sinceras.

Imagen real animada con ChatGPT (soy el del medio)

Como he mencionado en otras ocasiones, vengo de una familia que nunca nadó en la abundancia económica, pero en ningún momento nos faltó lo esencial: un techo seguro, alimento sobre la mesa y educación que nos impulsara hacia adelante. Y más allá de lo material, crecí en un entorno que rebosaba de amor, historias y vivencias que aún hoy resuenan con fuerza.

Fuimos una familia numerosa, de esas donde siempre había ruido, risas, discusiones y vida en cada rincón. Tuvimos todo tipo de mascotas, desde perros y gatos hasta gallinas que caminaban libremente por el patio. Aunque vivíamos en una zona semiurbana, mi abuela —que venía del interior del país— mantuvo esa costumbre de criar aves de corral, como una forma de no desprenderse de su tierra ni de su historia.

Esta vez, los recuerdos no llegaron solamente por las fotos. Fue más bien una travesía interna, un viaje espontáneo a la infancia. A esos días en los años 90 en los que la imaginación lo era todo. Fui el típico niño que trepaba árboles, jugaba en el patio con figuras de acción, hacía deporte, y también, con suerte y privilegio, tenía una consola de videojuegos. Eso sí, cuando había que estudiar, se estudiaba. Pero siempre encontraba un momento para jugar, para soñar despierto, para construir mundos propios en mi cabeza.

Mi madre trabajaba todo el día y mi abuela se encargaba de cuidarnos. Era una mujer de carácter firme pero profundamente justa. De la vieja escuela, sí, de las que creían en el poder de un coscorrón a tiempo, pero también era amorosa en su manera particular. Cocinaba con dedicación, veía las noticias religiosamente, se emocionaba con programas como El Show de Cristina o Matlock por las noches. Amaba su café, y de vez en cuando se permitía un cigarro, casi como un ritual.

Lo que más me gustaba era sentarme con ella a ver televisión y escuchar sus historias. Nos contaba cómo conoció a mi abuelo, cómo mi madre a veces se escapaba de clases para jugar vóley. Eran relatos sencillos pero cargados de alma. Su manera de narrar los hacía importantes, como si cada anécdota guardara una enseñanza secreta, solo para quien supiera escucharla con atención.

Nuestra crianza estuvo profundamente marcada por la religión católica. Mi abuela tenía prácticamente un altar en casa, lleno de santos, vírgenes y veladoras. Rezaba su rosario con devoción. Yo nunca heredé ese hábito, aunque en la secundaria solía practicarlo por costumbre. Hoy en día, soy bastante escéptico con esas cuestiones, pero algo curioso ocurre: el altar de mi abuela sigue ahí. Sin velas ni rezos, sin el fervor de antaño, pero los santos permanecen, como guardianes silenciosos de la memoria.

Y no son los únicos testigos del pasado. Aún existe el viejo gallinero, aunque sin gallinas. Los libros polvorientos que nadie abre, pero que nadie se atreve a tirar. La mesa de comedor con marcas del tiempo y la mecedora donde mi abuela solía descansar. Todo sigue allí. Desgastado, sí, pero todavía presente. Como si cada objeto cargara un pedacito de su espíritu, como si negarse a desaparecer fuera su forma de decir: “Aquí sigo”.

Hoy es mi madre quien usa esa mecedora. No ve los mismos programas que su madre, pero sin duda heredó algunas de sus costumbres. Toma su café a la misma hora, se fuma su cigarro en el mismo lugar. La imagen es distinta, pero el gesto es el mismo. Hay algo profundamente conmovedor en ese tipo de continuidad silenciosa, en esos rituales heredados que, sin darnos cuenta, repetimos como una forma de mantener vivos a quienes amamos.

Es curioso cómo los recuerdos no solo viven en la memoria. También habitan los objetos, los espacios, los gestos. Y a veces, basta una foto, una conversación o una silla vacía para que todo regrese. Para que entendamos que el pasado no se fue del todo, que sigue latiendo en los detalles.

Hoy no escribo solo para recordar, sino también para agradecer. Porque crecer con poco no significó tener menos. Significó valorar más. Significó aprender que hay herencias que no se escriben en testamentos, pero que perduran más que cualquier bien material.

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