Daily conversations
The images are from Pixabay and the text is my own, translated on Deepl.
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![Click here to read in spanish] Conversaciones diarias Todos los días converso con mi padre. No hago nada sin consultarle previamente a él. ─Hoy firmaré el contrato del que tanto te he hablado, padre, y espero poder hacer bien mi trabajo. Seguiré tus consejos. ¿Sabes? He puesto lo mejor de mí. Seguramente los clientes quedarán satisfechos y yo estaré dichoso –le digo sonriente mientras voy en el carro rumbo al trabajo. Cuando llego a casa, también le hablo: ─Hoy fue un día estupendo. En la empresa me felicitaron. Creo que pronto lograré ser socio –expreso lleno de orgullo y sigo contándole todo lo que he hecho en el día hasta que el sueño me vence. Pero no siempre fue así. Hubo una época en la que hablaba poco con mi padre, especialmente después que mi madre murió y quedamos los dos solos en la casa. En aquella época, la casa se convirtió en un campo de guerra en el que se libraba, diariamente, una fría y silenciosa batalla entre mi padre y yo: ─¡El desayuno está listo, Fernando! –anunciaba exaltado mi padre parado en la puerta de mi habitación. Yo apenas levantaba la cabeza, mientras mi padre volvía a la cocina, tarareando una vieja canción, y en donde me esperaba para desayunar. Con verdadero interés, mi padre intentaba entablar una conversación conmigo: ─¿Cómo dormiste? –era la pregunta más frecuente- ¿Viste que hoy hay juego de beisbol? Si quieres, podemos hacer unos emparedados y disfrutamos del juego, juntos. ¿Te parece? –interrogaba mi padre. ─No. Tengo mucha tarea de matemáticas –respondía sin levantar el rostro del plato con un desayuno que saboreaba con desgano y lentitud. Se me hacía difícil verle los ojos a mi padre y ocultar todos los sentimientos que afloraban ante su animada actitud. ─¡Bueno, también te puedo ayudar con las tareas, Fernando. Tengo rato que no repaso mis conocimientos matemáticos! –respondía mi padre con un entusiasmo casi infantil. Y es que era aquel entusiasmo, aquella pasión con la que mi padre hablaba y hacía las cosas, lo que más me molestaba de él. ¡¿Cómo podía tener aquella alegría después de la muerte de mi madre, su esposa?! ¿Cómo lograba mantener aquella exaltación juvenil si la casa ya no era la misma sin la presencia de aquella mujer que había dado todo por nosotros? ¿Cómo, justamente, después de la muerte de mi madre, él se había convertido en un hombre jubiloso y estridente? Recuerdo la primera vez que mi padre se reunió con sus amigos en la terraza de la casa, un año después del fallecimiento de mi madre. Las risas, la música, eran un puñal afilado que rompía mi pecho y lo hacía trizas. Mi padre me llamó para que compartiera con ellos y yo me hice el sordo. Tanto así que cuando fue a buscarme a mi habitación, encontró cerrada la puerta y aunque me llamó varias veces, solo obtuvo mi silencio. Mis palabras estaban llenas de luto, de tristeza y rabia. Al día siguiente no le dirigí la palabra. Tampoco le hablé los días siguientes. Esa fría indiferencia ante su presencia fue suficiente para que mi padre entendiera, y aceptara, mi duelo y ya más nunca llevara a sus amigos a casa. Me sentí invicto en aquel enfrentamiento, como invicto estaba el recuerdo de mi madre que yo creía defender de la festividad de la vida. Entonces la casa llena de huellas maternas, de fotos antiguas, se convirtió en un árbol sin ramas ni frutos donde más nunca se posaron los pájaros. Solo la sonrisa de mi padre no fue desterrada de aquel lugar cargado de noche, recuerdos y tristezas que habitábamos él y yo, de manera fantasmal, como si habitar no tuviera que ver con compartir ni coincidir, sino con permanecer a pesar de la ausencia.
El tiempo pasó, específicamente dos años desde la muerte de mi madre, cuando terminé el liceo e hice mi inscripción universitaria. Mi decisión había sido irme a estudiar lejos, para así desligarme de la presencia paternal que me saturaba con su alegría permanente y sofocante. Papá había querido hacer un pequeño brindis en casa, pero yo había respondido con un no rotundo. Mi padre, con la mejor actitud, me dijo: ─Yo sí voy a celebrar tu éxito y tus logros, Fernando. Siempre lo haré. Si tu madre estuviera viva, también habría celebrado. Los tres habríamos celebrado este momento. –yo intenté irme, pero el tono entusiasta de mi padre desapareció y preferí quedarme. Él continuó: ─¿Fernando, tú recuerdas la risa de tu madre? –me preguntó mi padre y como siempre no pronuncié palabras, pero esta vez alcé la cabeza y miré los ojos de mi padre: parecían un pozo lleno de agua a punto de desbordarse. ─Yo sí la recuerdo, Fernando. Tu madre sonreía con el alma. Siempre estaba feliz. En cambio yo, Fernando, tan gris, tan lleno de oscuridades. Por eso tu madre me hizo prometerle que diariamente debía sonreírte, hijo. Más allá de ti y de mí, debía enseñarte que la vida es bella y hay que vivirla. Porque sabes, hijo, solo se vive una vez y una vez es suficiente cuando se vive de verdad. Aquel día fue la primera vez que nos quedamos hablando más allá de la madrugada. Luego me fui a la universidad y aunque a distancia, comencé a crear la costumbre de contarle mis cosas diariamente. Costumbre que aún conservo hoy, a pesar de su muerte.