Pensé que esa sería otra de esas noches solitarias, de falsos colores, los que siempre me han perseguido, torturado, donde nunca he encontrado la calma y solo me han dejado dentro de un profundo abismo.
Pero algo sucedió de repente, como un relámpago en la noche más oscura; ella apareció allí, confundida entre tantas guitarras, cobijada por un anonimato voluntario, en voto de silencio y lejanía.
Sin que ella pudiera hacer nada por evitarlo, la fuerza superior de mi mirada ardió en el corazón su cuello desnudo; sus brazos, alas protectoras, abrazaron por instinto las gaviotas de su pecho.
El águila izquierda de su rostro me miró sigilosamente desde un ángulo casi imposible, allí fue cuando sus hombros decidieron levitar.
Nada de eso me detuvo, caminé despacio por su violonchelo vertebral, aterricé en la fisura de su infinito, nadé como una larva en la zona axial de Venus, tallada, moldeada, en discos como versos, fascia, epífisis, diáfisis y dermis, galaxia de pétalos blancos y delicados.
No sé si todo esto lo viví o lo soñé, vibrante claro oscuro de formas y placeres.
Mis manos fueron mucho mejores que mis ojos incrédulos, mi respiración cuenta que sí, que el áureo episodio fue parte de mi vida.
Luego el turbante: carcelero a sueldo, mercenario, cayó definitivamente derrotado, y la cabellera: prisionera dama dormida, princesa escondida, vedada a los ojos del mundo, pudo por primera vez cabalgar en sus hombros para mí.
Y nos perdimos aquella noche distante, plena formas y sueños cumplidos, con la diosa posada sobre el afortunado textil: lago donde reposan los mundos de su cuerpo.