Cada noche, cuando el silencio se posa como un velo sobre la ciudad, ella se sienta frente al espejo. No para admirarse, sino para despedirse. La máscara, esa fiel compañera de días luminosos y risas fingidas, comienza a desprenderse con la lentitud de una confesión. No hay dolor en el desprendimiento, pero sí una tristeza antigua, como si cada fibra de su piel recordara lo que ha tenido que ocultar.
Durante el día, su rostro es impecable. La curva de sus labios dibuja sonrisas que otros celebran; sus ojos brillan con una luz que no le pertenece. Es la mujer que todos admiran, la que parece tenerlo todo bajo control. Pero nadie sabe que esa perfección es prestada, que detrás de cada gesto hay una batalla silenciosa, una lágrima contenida, una historia que nunca se cuenta.
La máscara no es de tela ni de porcelana. Es hecha de expectativas, de frases como “sé fuerte”, “no llores”, “no muestres debilidad”. Ella la ha moldeado con años de práctica, con el arte de fingir alegría cuando el alma pide tregua. Y aunque pesa, la lleva con elegancia. Pero en este mundo, la tristeza no tiene lugar en los escaparates.
Pero cuando la noche cae, cuando las luces se apagan y las voces se disuelven en la distancia, ella se permite ser. El rostro real emerge, pálido, cansado, hermoso en su vulnerabilidad. No hay testigos, solo el reflejo que la mira sin juicio. Y en ese instante, se siente libre. Libre de sonrisas impostadas, libre de la perfección que la asfixia.
A veces llora. No por debilidad, sino por limpieza. Como quien riega una planta marchita esperando que florezca. Sus lágrimas no son de derrota, son de verdad. Y en cada una hay un pedazo de historia que nadie conoce: la niña que soñaba con ser artista, la mujer que perdió a alguien sin poder despedirse, la amiga que siempre escucha, pero nunca es escuchada.
Su vida es un eterno contraste, como la imagen de Black and White que la obsesiona. Blanco: el rostro que todos ven, pulcro, brillante, casi celestial. Negro: la sombra que habita detrás, la tristeza que no se muestra, el grito que nadie oye. Ella vive entre esos dos mundos, atrapada en la frontera, donde la luz se disfraza de oscuridad y la oscuridad aprende a sonreír.
Y aunque cada amanecer la obliga a vestir nuevamente su rostro prestado, ella guarda la esperanza de que algún día, alguien la mire cuando la máscara ya no esté. Que alguien se quede cuando su sonrisa no brille, cuando sus ojos no finjan luz. Que la abracen por lo que es, no por lo que aparenta. Porque detrás de cada máscara hay un alma que solo quiere ser vista, sin filtros, sin miedo, sin maquillaje.