(Fragmento 1)
Liah es una niña solitaria, llena de una paz silenciosa, siempre acompañada por Lily, la muñeca de trapo que su madre le hizo. Con los años, Lily ha ido pareciéndose a ella. La tela ha adquirido un color ocre pálido, y sus ojos negros, bordados con hilo brillante, resaltan como dos pequeños luceros en la noche.
Liah lo confía todo a Lily. Le ha contado del día en que, con fiebre alta, su madre la santiguó con hojas de salvia mientras murmuraba: Criatura de Dios, yo te bendigo en nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.... Y así, sanó.
-No quiero separarme de ti, Lily, le susurra, apretándola contra su pecho.
No conoce a su padre. Su madre le dijo que murió unos días después de ella nacer. Solo sabe que se llamaba Marcelo. A veces ve a otros niños pasar de la mano de sus padres, y supone que debe ser bueno tener uno.
Mientras camina por la hierba húmeda de rocío, le cuenta a Lily que su madre llora por las noches, rezando en voz baja hasta que el sueño la vence.
Lleva a su muñeca a todas partes. La acuesta sobre hojas de yagruma mientras ayuda a su madre a recolectar café.
-No recojas los verdes, Liah, le advierte su madre.
Sus dedos pequeños se cuelan entre las ramas en busca del fruto rojo. A veces aprieta uno hasta extraer su cereza y bebe el jugo dulce. Para la segunda cesta, ya está cansada. Toma a Lily y se construye una casita bajo los arbustos.
Al levantar la vista, ve a Francisca, la niña jamaiquina dos años mayor que ella. Francisca anda con su padre. Lleva una cajita donde guarda prendas tejidas para sus muñecas de palo: medias, gorritos, abrigos. Liah comparte con ella el agua y el fanón de harina de maíz.
Cada mañana, Liah y Mela recorren las mismas hileras de cafetos. Los granos han completado su transformación, de verdes a amarillos, de amarillos a rojos, y ahora escasean entre las ramas. El aire conserva la humedad fresca del rocío, mezclada con las risotadas y cantos de los cafetaleros que dan vida al paisaje. Sus voces resuenan entre los surcos, pintando el campo con ecos de alegría efímera.
Al caer la tarde, cuando reciben su paga, unos se marchan inmediatamente; otros se acomodan bajo la sombra de los árboles a compartir vino seco. Mela se desprende del sombrero y el pañuelo que cubren su cabello, luego anuda la camisa a la cintura, dejando al descubierto su piel brillante por el trabajo del día.
-Dile adiós a Francisca. No volveremos -susurra mientras seca el sudor de su frente.
Liah toma la mano de su amiga y la conduce hasta el nido de gorriones que han observado durante semanas. Su voz tiembla al hablar:
-¿Puedes cuidarlos?
-Pronto echarán a volar, responde Francisca con seguridad.
-Toma, llévate a Lily, Liah aprieta contra su pecho la muñeca de trapo antes de entregarla, como si transfiriera en ese gesto toda su infancia.
De regreso, Liah se aferra a la mano callosa de su madre. Caminan en silencio, dejando atrás los cafetales. Al pasar junto a la ceiba centenaria, Liah reconoce al hombre del caballo. Lo había visto días antes conversando con su madre. Mela acelera el paso.
En los últimos días le han llegado propuestas de trabajo a Mela. Despalillo de tabaco, recolección de pepinos, preparación de fibras de yarey, deshoje de maíz, incluso la esposa de Fernando Hernández ha ofrecido empleo para Liah. Mela lo ha considerado, al mirar a su hija, con apenas diez años, su inocencia aún intacta como la de los pajaritos que abandonan el nido, sabe que no está preparada. No todavía.
Estoy aportando el 10% de la recompensa de esta publicación a @es-Literatos. Gracias por visitar mi blog. Soy crítica de arte, investigadora social y amante de la cocina. Te invito a conocer más de mí, de mi país y de mis letras. Texto de mi autoría, imagen de Pixabay.
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