Las paredes, garabateadas con dígitos infinitos, vibraron cuando apagó el televisor. Un zumbido, como un conteo algebraico interminable, rasgó el silencio. Su cuerpo, empapado en sudor que olía a cebolla quemada, se convulsionó mientras la sartén crepitaba. Pi, el susurro obsesivo de su padre, emergió de la pantalla oscura: una sombra de ecuaciones retorcidas, con números que palpitaban como venas donde solo se escuchaba «Protegimos el teorema. Lo protegimos. Lo juramos. Lo escondimos. Lo alimentamos con cordura». El aire se volvió denso, sofocante. La sombra envolvió, devorando los dígitos que juraron preservar.


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