La cama se quebró.
Nuestros cuerpos, aún húmedos de tu perdón reciente, se pegaron como láminas de un libro cerrado demasiado tiempo. El suyo, manzana agrietada, me abrazó como si mi cuerpo fuera el último sacramento que le quedaba.
El gemido surgió entonces en el roce de los labios, no de la garganta, sino de algún lugar más antiguo: un lamento de plata oxidada en uno de mis aretes, el de lavanda, el único que no quisiste botar, el mismo sonido que, años atrás, nos hizo creernos invencibles.
Las caricias, tejiduras de horas, se deshilacharon al instante y el olor a cera quemada de las velas, que antes eran oración, ahora solo ahumaban la despedida, dibujando en el techo lo que nuestro silencio les dictó.


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