El péndulo marcó las tres.
Leonardo, con sus ojeras verdes, pasó el dedo por la grieta del jarrón de porcelana, mientras el té frío dejaba un halo en la mesa. Yoelitza soltó su taza, que se hizo añicos contra el mármol, mientras su cara mostraba una sonrisa de un solo lado de su rostro.
—Hoy vendrán —susurró.
Tras las ventanas, el olor a alcohol barato se mezclaba con el perfume artificial de las flores de la plaza. Un grupo de reformistas arrastraba cadenas, murmurando consignas. El más joven llevaba una herida en la sien, donde le habían arrancado el sensor de fe cívica.
Tres golpes secos.
Tres agentes con máscaras de cerámica, sonrisas pintadas cubriendo hasta las orejas, cabellera perfectamente delineada. El líder enguantado sostenía un sensor que emitía pitidos agudos, como un salmo electrónico.
—Leonardo y Yoelitza Echeverría —anunció con voz metálica—. Niveles de endorfinas persistentemente bajos. Incumplimiento del artículo séptimo: «todo ciudadano debe demostrar alegría acorde a los parámetros estatales».
Yoelitza derribó el ramo de rosas secas. Un pétalo negro cayó sobre el informe abierto, cubriendo la palabra «requisición». Al margen, alguien había escrito: «caso #73. Como el de los Martínez».
La celda olía a cera y orina. Tres pasos de largo, tres de ancho. Un biff metálico que no dejaba de sonar. Leonardo rascó la pared con la uña, añadiendo una marca al recuento. En el pasillo, un guardia ajustó su máscara, la comisura derecha desconchada, antes de gritar:
—¡Reglamento de convivencia, capítulo tercero! ¡Sonrían o serán sancionados!
El biff metálico dejó de sonar y un tono solemne emergió suavemente: igualdad, libertad, democracia. Yoelitza partió su ración de pan en cuatro trozos iguales. Las migajas cayeron sobre su regazo, como los restos de un rosario roto.
—¿Creen que esto duele? —preguntó, mientras en la plaza los altavoces comenzaban a entonar el himno obligatorio, compuesto sobre la melodía de un salmo olvidado. Los sensores de la multitud brillaban al unísono, sincronizados con los faroles. En un rincón, una mujer forcejeaba con un niño que lloraba, intentando arrancarle el dispositivo de la muñeca. El llanto se perdió entre los acordes.
El guardia nocturno observó a los prisioneros durante treinta y siete segundos.
En el informe, junto a «nivel de dicha», su pluma dejó una mancha de tinta. Intentó cubrirla con dos hoces superpuestas, pero la mancha se filtró, como una herida. Mientras, en la mansión abandonada, el péndulo seguía oscilando. En el retrato del bisabuelo, la pintura que cubría sus ojos comenzó a agrietarse, revelando por un instante una pupila avellana, idéntica a la de Leonardo, antes de que el viento cerrara la ventana con un golpe seco, como el portazo

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