El reloj marcaba las 6:47 cuando Arturo hundió los dedos en la yugular. Uno. Dos. El pulso respondió: sesenta y dos latidos. No necesitaba mirar la esfera; el cuerpo era su reloj.
—Sesenta y dos —susurró.
En la oficina, con la pantalla llena de cifras, dejaba el teclado y revisaba. En el metro, hombros rozando cuerpos anónimos, contaba. Hasta en sueños, el corazón golpeaba en binario: 1-0, 1-0, un código que lo mantenía despierto. «El cuerpo es una máquina», se repetía. «Y yo, su operario.»
Una noche, el ritmo se quebró. Los dedos en el cuello. Cincuenta y nueve... Sesenta... un salto: setenta. Repitió. Otra vez setenta. El corazón ya no obedecía.
Al día siguiente, el pan se le atascó en la garganta: sesenta y tres. En el ascensor: sesenta y cuatro. Por la tarde: cincuenta y nueve, sesenta y uno. Un latido faltaba, como si alguien hubiera borrado un número de la secuencia.
Compró un cuaderno. Comenzó a registrar. Las cifras caían en espiral: 7-5-3-1. Los impares lo sacudían con fuerza; los pares apenas dejaban huella. ¿Era un patrón? ¿Un mensaje? Soñaba con números hirviendo en su sangre, fracciones reptando por las venas, el pecho a punto de estallar.
La última noche, el corazón corrió sin freno: cien. Luego doscientos. Los párpados se le llenaron de raíces cuadradas, logaritmos, series que no terminaban. Abrió la boca para gritar. Entraron ceros.
Al amanecer, el reloj seguía marcando sesenta y dos segundos por minuto. Sobre la mesa, el cuaderno abierto mostraba una cadena interminable: 1100100... La silla estaba vacía. El tic-tac avanzaba solo, devorando las paredes.
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