Estaba sentado frente a la ventana. Temblaba sin poder controlar su cuerpo. Observaba a Pi acrecarse a él. Una espiral de dígitos que se retorcía con desprecio, sus huecos vacíos como ojos, su olor a caucho quemado e infinitas cifras convertidas en gusanos. Engullía las nubes, las estrellas. Pensó en correr, pero solo se atrevió a susurrar un canto algebraico para calmar una muerte que ya lo había olvidado.
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