La entrada olía a tinta antigua y sudor de manos. Maura lo supo antes de verlo: el aire se espesó, el silencio contuvo el aliento. Él surgió entre los estantes como una página suelta. La gabardina goteaba agua de alcantarilla, con hebras negras flotando. Cuando habló, la voz brotó detrás de sus ojos.
—Llevas ocho años bebiendo mi nombre—dijo, el aliento a monedas oxidadas y jazmín—. Pero sabes que es veneno.
Maura retrocedió hasta el mostrador.
Sus dedos rozaron el cáliz de cristal, lleno de agua gris con sedimento negro en el fondo. Bajo la luz de la luna, dos ojos parpadeaban en la superficie.
—No te llamé.
Leonel extendió una mano de nudillos estirados. Tocó el cáliz; el agua formó un remolino que dibujó un cuerpo tendido en la mesa.
—Cada vez que miras la jaula. Cada vez que tocas el reloj.
La jaula de latón colgaba junto a la ventana, oxidada, balanceándose sin viento. El metal crujía cuando Maura se acercaba. El reloj de bolsillo, sin manecillas, con esfera de nácar agrietada, tictaqueaba al revés.
Leonel pasó un dedo por la cicatriz blanca en su muñeca.
—Son tus uñas en mi garganta. No paraste.
El cáliz se inclinó.
El agua se derramó, goteando en hilos negros que trazaron un círculo alrededor de sus pies. La madera se ablandó dentro del anillo.
—Bébelo. Maura bebió. Supo a tierra de cementerio y tinta rota.
Algo se movió en su garganta.
—Átame—pidió él, tendiendo la corbata gris, húmeda.
Ella tomó el tejido.
Sus dedos recordaron el nudo.
Mientras lo ajustaba en sus muñecas, Leonel la miró con ojos que absorbían la luz.
—Sabes que esto no es perdón—dijo ella, tirando del extremo.
—Nunca lo fue—respondió él.
El nudo se cerró solo.
El agua subió por las piernas de Maura como serpientes.
La jaula crujió.
El reloj tictaqueó al revés, más rápido.
Entonces los ojos en el cáliz se abrieron del todo.
No eran de Leonel.
Eran los suyos, mirándola desde abajo, mientras la corbata se deslizaba de sus muñecas a las de ella, y el agua la llenaba la boca con su propio nombre, ahogándola en el silencio que él dejó atrás.
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