Finalmente estaba allí. Pisaba las losas centenarias del Archivo General de Indias en Sevilla, no como un simple turista, sino como un peregrino cumpliendo una meta largamente acariciada. No buscaba solo ver, sino sentir. Quería acercarme a la historia no como un espectador distante, sino como alguien que intenta rozar, aunque fuera un instante, la humanidad de sus verdaderos actores.

El aire mismo parecía diferente dentro de aquellas majestuosas paredes, antiguo Consulado de Mercaderes, ahora templo de la memoria. Una calma solemne, rota solo por el susurro respetuoso de otros visitantes y el leve crujir de papeles invaluables. Respiré hondo. Olía a tiempo detenido, a madera noble, a cuero añejo y a tinta que, seca hace siglos, aún parecía guardar la esencia de las manos que la trazaron.

Me acerqué a las vitrinas que custodian tesoros de papel. Allí estaban: cartas de navegación con rutas dibujadas sobre mares desconocidos, decretos reales que cambiaron destinos, informes minuciosos, súplicas desgarradas y proclamas llenas de esperanza. No eran solo documentos. Eran extensiones de personas. Podía casi sentir la tensión en la pluma de un funcionario real redactando una orden crucial, la ansiedad de un colono describiendo tierras extrañas, la fatiga del escribano copiando sin descanso, o la ambición temblorosa de un conquistador firmando su nombre.

Esa era la perspectiva que anhelaba: la de los actores. No los nombres grandilocuentes de los libros de texto, sino la miríada de seres humanos,célebres y anónimos, cuyas decisiones, miedos, sueños y acciones, grandes o pequeñas, tejieron la compleja trama del imperio español en las Indias. Al leer fragmentos de sus escritos (¡sus palabras originales!), las historias dejaron de ser abstracciones. Adquirieron rostros, manos cansadas, dudas y convicciones. La Historia, con mayúscula, se descompuso en mil historias humanas, vibrantes y frágiles, conservadas con asombroso celo en este lugar.

Y entonces, surgió con fuerza, clara e inevitable: la gratitud. Gratitud hacia aquellos hombres y mujeres cuyas vidas, voluntaria o forzosamente, se entrelazaron en esta epopeya. Gratitud por haber dejado su huella, por haber narrado su presente, que es nuestro pasado. Gratitud hacia los custodios anónimos de estos siglos, los archivistas y restauradores, que con paciencia de benedictinos protegen este legado frágil contra el olvido. Y gratitud, profunda, hacia este mismo Archivo, este lugar sagrado para la memoria, por existir, por preservar, por permitirnos este diálogo íntimo y tangible con quienes nos precedieron.
Salí del Archivo General de Indias no solo con imágenes en la retina, sino con un eco de voces en el alma. Había tocado, aunque fuera a través del cristal protector, el pulso mismo de la historia. Había cumplido mi meta: acercarme no a fechas o batallas, sino a las personas. Y lo hice con el corazón lleno de un respeto inmenso y un sincero, humilde y perdurable agradecimiento. Porque en esos papeles amarillentos no solo se guarda información; se guarda la vida misma, y tener el privilegio de asomarse a ella es un regalo que perdura mucho después de abandonar las sombras frescas de Sevilla.
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Entre murmullos de historia. Mi visita al Archivo General de Indias
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· 2025-08-15 15:49
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