En las entrañas de Guerrilandia, donde el sol se derramaba como oro líquido sobre la tierra sedienta, Maya y Jacinto se aferraban a la promesa del maíz.
La sequía reciente había sido una mordedura, y cada grano era un ruego al cielo. Jacinto, con su temperamento impaciente, veía en cada árbol una afrenta; Maya, más resignada, guardaba sus dudas en el silencio de su corazón. Pero el caño trazaba su camino serpenteante, flanqueado por árboles centenarios, sombras imponentes que estrangulaban el espacio para la siembra.
—Esos samanes nos roban el pan —murmuró Jacinto, sus ojos fijos en las copas frondosas. Maya asintió, el sudor perlaba su frente, mezclándose con el polvo. La ley era un susurro lejano, una voz sin fuerza ante el clamor del hambre.
Una tarde, bajo el velo del crepúsculo, sus manos se unieron en un acto silencioso. Con jeringas cargadas de un veneno espeso, inyectaron la savia oscura en los troncos, perforando la corteza. El olor dulzón de la muerte impregnó el aire, un presagio que ignoraron. Las hojas, en los días siguientes, se encogieron, se volvieron quebradizas, hasta que los samanes se alzaron como esqueletos contra el cielo. Más espacio. Más maíz. La promesa era una dulce melodía.
Los meses pasaron, y la tierra, agradecida, entregó su fruto. El maíz se alzó, un muro dorado que vibraba con el viento. El día de la cosecha llegó, y el sol de la mañana besó los surcos. Jacinto se adentró primero, sus manos ansiosas por el tacto de las mazorcas. Maya lo siguió, el canasto pesado en su brazo.
Pero al llegar a la hilera más cercana al caño, el aire se heló. Una quietud antinatural cayó sobre el maizal; ni un susurro del viento, ni el zumbido de un insecto. Una anomalía, un desgarro en la realidad, se presentó ante sus ojos. En los tallos más robustos, una serie de marcas se tejía, como cicatrices antiguas. Eran números, o algo parecido a números: líneas y ángulos que se torcían en secuencias incomprensibles. No eran tinta ni grabados, sino la misma esencia de la planta, manifestándose en una geometría imposible.
Jacinto extendió la mano hacia una mazorca, sus dedos rozaron la espiral de dígitos que se desplegaba en su tallo. En ese instante, la secuencia cobró vida. Un eco. La resonancia de un cálculo, una ecuación infinita que se manifestaba en el aire. Era un chirrido agudo, pero no en sus oídos, sino directamente en el centro de sus cráneos. Un zumbido algebraico que los paralizó, tensando cada músculo, cada nervio.
Maya y Jacinto quedaron inmóviles, estatuas de terror, los ojos fijos en el caño. El agua. Comenzó a crecer. No subía de nivel de forma natural, sino que se expandía, sus orillas cediendo, el barro y la corriente invadiéndolos. El murmullo del agua se transformó en un susurro grave, un coro de voces ancestrales que se regodeaban en su agonía. El sonido algebraico se intensificaba, taladrando sus mentes. Sintieron el frío líquido lamiendo sus tobillos, luego sus rodillas, la fuerza de la corriente arrastrándolos inexorablemente hacia el centro, hacia el lugar donde los árboles muertos habían dejado un vacío. El maíz, inmóvil a su alrededor, se erguía como un testigo silente de su error.
Al anochecer, solo el viento agitaba las hojas secas de lo que una vez fueron árboles. El caño había vuelto a su cauce, pero más ancho, más profundo, y los surcos de maíz más cercanos a sus orillas se habían desvanecido. En el silencio de la llanura, solo quedaba el recuerdo de la ley ignorada y el susurro del agua que seguía contando.
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