Pacto en do sostenido

@franvenezuela · 2025-11-01 07:43 · Freewriters

En la penumbra de aquel hotel de paso, donde las sábanas olían a enfermo y las paredes testimoniaban el nombre de otros visitantes, la guitarra era nuestro único testigo. Yo la empuñaba con dedos que no temblaban por torpeza, sino por el presentimiento de que aquella noche romperíamos algo más que cuerdas.

Ella, mi musa, danzaba al compás de los trémolos, un torbellino de piel y sombras que devoraba la luz verde de la bombilla como un sacramento. Sus risas eran mi afrodisiaco; sus suspiros, el contrapunto perfecto a mis arpegios. En ese cuarto sin nombre, éramos dioses menores: yo, tejiendo hilos de sonido; ella, enredándose en ellos hasta ahogarse.

—Toca esa nota otra vez —exigió, con los ojos entrecerrados y el cuello brillando de sudor—. La que suena a vuelo y a caída.

Sabía a cuál se refería. El do sostenido de la sexta cuerda, la que mi abuelo, viejo luthier de manos nodosas, había marcado con un capotraste en el mástil. «No la pulses si quieres seguir amando», me advirtió una tarde, mientras limpiaba con aceite de linaza la foto de mi abuela, muerta el día que estrenó su composición. «Es la nota que abre lo que debe estar cerrado».

Pero ella, con esa risa afilada como un traste de acero, desafiaba incluso a los muertos.

—Tu abuelo era un cobarde —dijo, acercándose hasta que su aliento me quemó la mejilla—. Quiero oír lo que mi madre nunca se atrevió a bailar.

El recuerdo me atravesó como una astilla: su madre, cantante de tascas y teatros, ahorcada con el cordón de un vestido de escena. La misma noche que interpretó un aria en do sostenido. Lo supe porque, meses atrás, entre copas de aguardiente, ella me confesó que la música de su sangre llevaba maldición.

«Las mujeres de mi familia volamos demasiado cerca del sol», murmuró entonces. «Y siempre nos quemamos».

Cedí.

El deseo es un tirano que no perdona.

Mis dedos, traidores, se deslizaron sobre el diapasón. La guitarra vibró con una pureza obscena, como si las cuerdas fueran venas abiertas. El sonido ascendió, agudo y despiadado, no como una nota, sino como un grito ahogado en el tiempo. Y entonces, el pacto se cumplió: La cuerda se partió con un chasquido seco.

No fue el metal lo que nos hirió, sino un filo invisible que nos atravesó las palmas al unísono. La sangre brotó en surcos paralelos, la suya, oscura como tinta; la mía, negra y espumosa, y se mezcló en el suelo, dibujando un pentagrama invertido. Ella gimió de éxtasis irreconocible, como si aquel corte fuera el clímax de mujer que buscaba.

Caímos.

Nuestros cuerpos enredados en el mismo charco carmesí. La guitarra yacía astillada, el mástil roto formando una cruz sobre nuestras piernas. En el silencio que siguió, solo quedó el zumbido del do sostenido resonando en mis costillas, como si la nota hubiera anidado en mi esqueleto.

El alba nos encontró en la calle y supe éramos eco y cuerda, artista y obra, condenados a repetir la misma melodía hasta que alguien, en otro cuarto mugriento, decidiera romper el ciclo.

[**](https://www.pexels.com/es-es/foto/foto-de-persona-tocando-la-guitarra-acustica-1751731/)



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