Péndulo de don Abrahán

@franvenezuela · 2025-10-01 09:45 · CELF Magazine

Eran las cuatro de la tarde, bajo el sol inclemente de Guanare; el caserío de Portachuelo dormitaba en una modorra de polvo y zancudos. La casa de don Abrahán, la más grande del lugar, no era una mansión, sino una casona de bahareque que el tiempo estaba derritiendo hacia la tierra.

Me mandó a llamar de urgencia con el Loro, el que arreglaba el tractor —hermano de sangre en los secretos del caserío, o algo más que nunca se dijo, aunque el pedirle la bendición ya me intuía algo más familiar—. No encontré a un moribundo, sino a un hombre sentado en un corredor fresco, vaciando una caja de chimó en un bote de basura. —Llegaste, Luisa —dijo sin volverse. Su voz sonaba a río seco—. Agarra esa escopeta.

La escopeta, una vieja Iver Johnson, colgaba sobre la puerta. La culera estaba pulida por el sudor de su mano. Al descolgarla, el clavo en la pared quedó desnudo, un punto oscuro y triste.

Así empezó el gran desarme de Abrahán Jaramillo.

No fue una enfermedad lo que lo consumía, sino una retirada. Un desprenderse.

Al día siguiente, señaló el chinchorro donde había dormido sesenta años. —Regala eso. —El Loro se lo llevó, la lona y el maderón. Esa noche lo encontré dormido en una hamaca de nylon, meciéndose como un capullo vacío.

En ese balanceo, recordé el día que Roquillo me besó y el abuelo me dijo: —Si eso es en serio, piénsalo mejor, porque con él no se mejora la familia—. Cuando reaccioné, él sonreía, como si supiera que el tiempo ya empezaba a desarmarnos a todos.

La casona se fue aligerando. Mandó a vender la máquina de coser de mi tía Carmen, la radio de bulbos, la colección de botellas de anís. Los cuartos, antes atestados de memoria, empezaron a silbar con el viento que se colaba por las rendijas. Los obreros cruzaban la plaza principal con muebles a cuestas, y la gente de Portachuelo miraba sin entender, comentando que al viejo Jaramillo se le había secado el juicio.

Una tarde, lo encontré de pie frente al samán del patio. Le llevé un plato de coporo con yuca. No lo tocó.

Tenía la mano extendida, acariciando la corteza rugosa del árbol. —Ya no me necesita —murmuró. No hablaba con el árbol, sino con algo que solo él veía. Su cuarto, al final, era un cascarón vacío. Solo quedaba una silla de bejuco y la hamaca.

El olor a tierra húmeda y a hombre viejo se había ido, reemplazado por el aroma neutro de lo abandonado. Por la noche, me tomó la muñeca. Su mano era liviana, como un manojo de varas secas. —Ya solo queda el ruido de las araguatos —susurró.

Al amanecer, su cuerpo seguía allí, oscilando en un vaivén espectral. Donde antes había un hombre, ahora solo quedaba el lento pulso de la lona, un péndulo marcando un tiempo que, para don Abrahán, ya se había detenido por completo. La muerte, cuando llegó más tarde, solo certificó una partida que había comenzado semanas atrás, con el primer chimó tirado a la basura.

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