“No me iré”, murmuró para sus adentros, mientras sus lágrimas caían. Sus dedos, aún aferrados a la camándula, se entumecieron como variables de una ecuación, y recitó una plegaria cuyos dígitos no se entendían.
Al cerrar los ojos, la oscuridad brilló, iluminándolo todo. Sus pies sudorosos temblaron. En sus oídos sólo cabía un murmullo numérico.
Poco a poco, lo curvo y deforme de su cuerpo tomó una dirección que no pudo evitar. Las paredes se volvieron polinomios. El suelo era logaritmos. Lo demás desaparecía entre derivadas y trigonometría.
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