Lautaro tenía catorce años y una costumbre: llegar temprano a la escuela para ver cómo el sol se colaba por las ventanas del aula 3. Le gustaba ese momento de silencio antes del ruido de los compañeros, antes de los gritos del recreo, antes de que el director hiciera su ronda matutina.

El director, el señor Rivas, era un hombre de voz grave y mirada intensa. Siempre vestía con camisa arremangada y traía bajo el brazo un libro distinto cada semana: “El Capital”, “La razón populista”, “La revolución permanente”. Lautaro no entendía mucho de política, pero sabía que esos libros no eran como los de historia que usaban en clase.
Todo empezó un lunes, cuando el director entró al aula durante la clase de formación ciudadana. Sin pedir permiso, se paró frente al pizarrón y escribió con tiza blanca: “Milei es el enemigo del pueblo”. La profesora, incómoda, fingió revisar papeles. Algunos chicos se rieron. Lautaro no.
—Los jóvenes deben entender quién los quiere y quién los quiere destruir —dijo el director, mirando a todos como si esperara aplausos.
Desde ese día, cada semana aparecía una frase nueva en el pizarrón: “La libertad de mercado es una trampa”, “La derecha odia a los pobres”, “La educación debe ser revolucionaria”. Lautaro empezó a notar que los debates en clase ya no eran debates, sino repeticiones. Si alguien preguntaba algo que sonara a crítica, el director lo llamaba “confundido por los medios”.
Lautaro no era fan de Milei, ni de nadie en particular. Pero algo le incomodaba. Sentía que no podía pensar por sí mismo. Que si decía “no estoy seguro”, lo miraban raro. Que si preguntaba “¿y si hay algo bueno en lo que propone Milei?”, la profesora cambiaba de tema.
Una tarde, en la biblioteca, encontró un libro sobre pensamiento crítico. Lo leyó en secreto. Aprendió que pensar no era repetir, que dudar no era traicionar, que preguntar era necesario.
Así que un viernes, cuando el director volvió a escribir en el pizarrón, Lautaro levantó la mano.
—¿Y si dejamos que cada uno piense lo que quiera, sin que nos digan qué está bien o mal?
Hubo silencio. El director lo miró. No con enojo, sino con sorpresa. Como si nadie se lo hubiera dicho antes.
Lautaro no cambió el mundo ese día. Pero sí cambió algo en sí mismo. Aprendió que la libertad empieza en la cabeza. Y que a veces, el pizarrón más difícil de borrar no está en la pared, sino en lo que otros quieren que uno piense.
**Foto(s) tomada(s) con mi smartphone Samsung Galaxy S22 Ultra.**
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