Amor a la celeste y blanca

Rafael nació en Maracaibo, tierra de sol ardiente y arepas con queso rallado. Desde chico, su papá lo llevaba al estadio a ver al Zulia FC, pero a Rafael lo que lo hacía vibrar no era el equipo local, sino una camiseta que veía en los partidos internacionales: celeste y blanca, con el número 10 en la espalda. “¿Y ese quién es?”, preguntaba cada vez que veía a Messi en la tele. Su papá, entre risas, le decía: “Ese juega como si tuviera el balón pegado al pie, pero no es nuestro, es argentino”. A Rafael no le importaba. Con el tiempo, empezó a aprender los nombres: Di María, Mascherano, Romero. Se sabía las alineaciones mejor que las tablas de multiplicar. Cuando Argentina perdía, él se encerraba en su cuarto, como si se le hubiera ido el alma. Cuando ganaba, salía con la camiseta que su tío le había traído de Buenos Aires, gritando por las calles como si estuviera en la mismísima Avenida 9 de Julio.  Sus amigos lo molestaban: “¿Y tú por qué no apoyas a la Vinotinto?”. Rafael respondía con una sonrisa: “Porque el corazón no pregunta de dónde eres, solo sabe dónde quiere estar”. A los 28 años, Rafael se mudó a Buenos Aires por trabajo. Lo primero que hizo fue ir a la Bombonera, aunque no era hincha de Boca. Quería sentir el rugido de la hinchada, el olor a choripán, el canto que se metía en los huesos. En cada partido de la selección, se ponía su camiseta, la misma de siempre, ya gastada, con el número 10 medio borrado. Una noche de invierno, mientras veía a Argentina jugar contra Brasil en un bar de San Telmo, un señor mayor se le acercó y le dijo: “¿Sos venezolano, no? Pero alentás como si hubieras nacido en Rosario”. Rafael levantó su vaso y respondió: “No nací en Argentina, pero esta camiseta me enseñó a amar el fútbol. Y eso no se cambia”. Desde entonces, en cada partido, Rafael se sienta en el mismo rincón del bar, con su camiseta vieja, su acento maracucho y su corazón celeste y blanco.

**Foto(s) tomada(s) con mi smartphone Samsung Galaxy S22 Ultra.**