El sol de octubre en Buenos Aires era tibio y justo, como un abrazo de mamá. No es fácil conseguir mesa un Día de la Madre en Argentina, y menos en Il Nonno Antonio, ese bodegón italiano que olía a albahaca y a recuerdos. Pero el Tano, mi papá, se había movido con tiempo, como si fuera a comprar entradas para un concierto.
Llegamos un poco tarde, claro. Mi hermana menor se demoró con el pelo, mi mamá con el perfume. La gente afuera hacía fila, todos con ramos de flores o bolsitas de regalo. Adentro, el ruido era una mezcla feliz de gritos, risas y el tintineo de los cubiertos.

—¡Buonasera! —dijo Donato, el dueño, un hombre ancho con bigotes, guiándonos a una mesa en un rincón.
Mi mamá se acomodó la cartera y sonrió, una sonrisa grande, de esas que te llenan el estómago. Pidió unos ravioles de ricota y espinaca, bien caseros, y mi papá una milanesa a la napolitana que era casi un escudo. Yo fui por una pizza 7 quesos.
El Tano brindó con un vino tinto. “Por la reina de la casa”, dijo, con la voz un poco ronca. Mi mamá se puso colorada, pero se notaba que le encantaba.
El plato fuerte fue el postre. Cuando mi hermana apareció con una torta chiquita, con una velita, todos en el restaurante se sumaron al "¡Feliz Cumpleaños, Mamá!". Sí, era "Día de la Madre", pero para ella siempre fue como un segundo cumpleaños.

Volvimos a casa caminando lento, con el estómago lleno y el corazón también. A mi mamá le brillaban los ojos, no por el regalo (que era una chalina), sino por el ruido, por el vino, por nosotros. Era domingo, era octubre, era Argentina, y ella era nuestra mamá. La mejor.
**Foto(s) tomada(s) con mi smartphone Samsung Galaxy S22 Ultra.**
**Foto(s) tomada(s) con mi smartphone Samsung Galaxy S22 Ultra.**

