José tiene once años y una rutina que no fallaba: llegaba del colegio, se sacaba los zapatos en la puerta, saludaba a Bigotes y se sentaba frente a su vieja PlayStation 4. No era la más rápida, ni la más moderna, pero era su compañera de aventuras desde hacía años. Con ella había salvado mundos, corrido carreras imposibles y perdido más partidos de fútbol de los que quería admitir.

El Día del Niño se acercaba, y aunque José no esperaba nada especial, su papá había estado raro toda la semana. Lo vio entrar y salir del cuarto con cajas, hablar en voz baja por teléfono y hasta esconder algo detrás del placard. José sospechaba que se trataba de medias nuevas o algún libro de esos que venían con moraleja.
Pero esa mañana, al despertar, encontró una caja envuelta en papel plateado sobre la mesa del comedor. No decía su nombre, pero el dibujo de un joystick en la etiqueta lo delató. Rasgó el papel con manos temblorosas y ahí estaba: una PlayStation 5, brillante, imponente, como salida de otro planeta.
—¿Es para mí? —preguntó, sin creerlo del todo.
Su papá asintió, con una sonrisa que mezclaba orgullo y nostalgia.
—La vieja ya cumplió su ciclo. Es hora de que empieces nuevas aventuras.

José no dijo nada. Solo abrazó a su papá con fuerza, como si ese gesto pudiera agradecer todo lo que las palabras no alcanzaban. Luego, fue directo al sillón, conectó la consola y, antes de encenderla, miró por última vez a su vieja PS4.
—Gracias por todo —susurró.
Bigotes, como siempre, se acomodó a su lado. Y así, con el corazón lleno y los dedos listos para jugar, José empezó un nuevo capítulo de su historia.
**Foto(s) tomada(s) con mi smartphone Samsung Galaxy S22 Ultra.**
**Foto(s) tomada(s) con mi smartphone Samsung Galaxy S22 Ultra.**