Carlos tiene 41 años y una biblioteca que no guarda libros, sino consolas. Desde la Atari 2600 hasta la última PlayStation, cada estante de su casa cuenta una parte de su historia. No es que las haya comprado todas de golpe. No. Cada una llegó en su momento, como quien adopta un gato callejero porque le recuerda algo de su infancia.
La primera fue una Nintendo gris, de esas que venían con el cartucho de Mario Bros y Duck Hunt. Se la regaló su tío cuando tenía ocho años, justo después de que Carlos se rompiera el brazo cayendo de un árbol. “Para que no te aburras mientras sanás”, le dijo. Y vaya si no se aburrió. Jugó tanto que se aprendió los niveles de memoria. Desde entonces, cada consola que llegaba era como reencontrarse con una parte de sí mismo.
A los 20, mientras sus amigos salían a bailar, él ahorraba para comprarse una Sega Genesis usada. A los 30, cuando nació su hija, guardó la Xbox en una caja, pero nunca la vendió. “Algún día ella va a querer jugar conmigo”, pensaba. Y tenía razón. Hoy, los domingos por la tarde, se sientan juntos a jugar al Mario Kart. Ella elige a Peach, él a Yoshi. Siempre pierde, pero no le importa.
Carlos no colecciona consolas por nostalgia ni por moda. Las colecciona porque cada una le recuerda quién fue, qué soñaba, con quién compartía sus tardes. No le interesa si la gente piensa que ya está grande para eso. Él sonríe, les ofrece un mate, y les muestra su Dreamcast como quien enseña una reliquia familiar.
**Foto(s) tomada(s) con mi smartphone Samsung Galaxy S22 Ultra.**
**Foto(s) tomada(s) con mi smartphone Samsung Galaxy S22 Ultra.**
