En la esquina de la calle Belgrano y Junín, justo donde el sol pega más fuerte a las tres de la tarde, está la verdulería de Alcira. No tiene cartel luminoso ni promociones en redes, pero todo el mundo sabe que ahí se consigue la mejor acelga del barrio y los tomates que parecen pintados a mano.
Lo curioso no es la verdura, sino el gato negro que la cuida.
Se llama Ramón. Nadie sabe si Alcira lo bautizó o si el nombre le cayó solo, como caen los apodos en los pueblos: sin preguntar. Ramón apareció una mañana de invierno, flaco como hilo de coser, con una oreja doblada y los ojos como dos aceitunas negras. Alcira le tiró un pedazo de zapallo cocido y desde entonces no se fue más.
Pero no es un gato cualquiera. Ramón tiene horarios. A las seis y media ya está sentado sobre la balanza, como si controlara el peso de las papas. Si alguien se acerca demasiado a los duraznos sin intención de comprar, se le para al lado y lo mira fijo. No maúlla, no araña, pero tiene una mirada que incomoda. Más de uno ha devuelto la fruta al cajón por culpa de esos ojos.
Los chicos del barrio lo adoran. Le llevan restos de milanesa, lo acarician cuando está de buen humor (que no es siempre), y hasta le hicieron una cuenta de Instagram: @RamónElVerdulero. Tiene más seguidores que la radio local.

Una vez, Alcira cerró por tres días porque se fue a visitar a su hermana en Chivilcoy. Ramón se quedó. Nadie lo obligó. Dormía sobre los cajones vacíos y vigilaba desde la reja. Cuando volvió Alcira, encontró todo en orden y al gato con cara de “ya era hora”.
Dicen que los gatos negros traen mala suerte. Pero en la verdulería de Alcira, Ramón es símbolo de orden, de rutina, de barrio. Es el guardián silencioso de las frutas, el inspector de las cebollas, el dueño invisible del mostrador.
Y aunque nunca se lo ha visto comer una manzana, todos saben que sin él, la verdulería no sería la misma.
**Foto(s) tomada(s) con mi smartphone Samsung Galaxy S22 Ultra.**
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