Don Ernesto tenía su taller en la calle Junín, justo al lado de la verdulería de los hermanos Gómez. Era un local angosto, con olor a cuero viejo y café recalentado. En la vidriera, colgaban zapatos que parecían nuevos, aunque llevaban años caminados. La gente decía que Ernesto no arreglaba zapatos: los resucitaba.
Cada mañana, abría el taller a las ocho en punto. No a las ocho y cinco, ni a las ocho menos diez. A las ocho. Su gato, Pancho, lo acompañaba como un reloj viviente, saltando al mostrador apenas Ernesto giraba la llave.
—La perfección no es obsesión —decía él, mientras lijaba una suela—. Es respeto por el oficio.
Los vecinos lo miraban con cariño, aunque algunos pensaban que exageraba. Una vez, tardó tres días en coser un par de botas porque el hilo no le convencía. Otra vez, rechazó un trabajo porque el cliente quería “algo rápido y más o menos”.
—Más o menos no entra en este taller —respondió, sin levantar la vista.
Un día, llegó un joven llamado Julián. Tenía manos inquietas y ganas de aprender. Ernesto lo aceptó como aprendiz, pero con una condición: “Aquí no se trabaja por apuro. Se trabaja por orgullo”.
Al principio, Julián se frustraba. Quería terminar los arreglos en una tarde, como había visto en videos. Pero Ernesto lo detenía:
—¿Ves ese zapato? Tiene historia. Lo usaron en una boda, en un entierro, en una entrevista de trabajo. No lo podés tratar como si fuera cualquier cosa.
Con el tiempo, Julián empezó a entender. Aprendió a escuchar el cuero, a oler el pegamento, a medir sin apurarse. Y un día, sin darse cuenta, cosió una zapatilla con tanta precisión que Ernesto solo dijo:
—Ahora sí. Hoy hiciste un trabajo de maestro.
Julián sonrió. No por el elogio, sino porque había sentido algo distinto: la satisfacción de hacer algo bien, sin atajos.
Desde entonces, el cartel del taller cambió. Ya no decía “Zapatería Ernesto”. Ahora decía “Maestros del cuero”. Y abajo, en letra chica: La perfección no es el fin. Es el camino.
**Foto(s) tomada(s) con mi smartphone Samsung Galaxy S22 Ultra.**
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