Elvis, 37 años, contable y padre de tres, estaba de rodillas en el salón, debatiéndose si el Goku Super Saiyan 3 quedaba bien junto al Vegeta Scouter.
—¿Volviendo a jugar con las «muñecas»? —preguntó Ana, su mujer, que intentaba evitar que María, la pequeña, dibujara sobre el perro.
—No son «muñecas», Ana. Son figuras de acción coleccionables. Estoy reorganizando el display —protestó Elvis. Para él, la colección de Dragon Ball Z era un santuario, el recuerdo de cereales y adrenalina infantil.

Su colección, coronada por Shenron, vivía bajo amenaza. Los niños eran un peligro constante. El mayor quería al pobre Krilin en la piscina. La mediana intentaba ponerles bigotes. Pero la amenaza definitiva era María.
Una tarde, Elvis la encontró muy callada. En su puño, sostenía el valioso Majin Buu, adornado con un lazo rosa y sutilmente untado en mermelada de fresa.
—Le he puesto guapo —dijo María, orgullosa.
Elvis sintió que el alma le caía a los pies. Era una figura japonesa de edición limitada. Pero, mirando la cara de su hija, respiró hondo.
—Es... es el Buu más guapo que he visto. Pero es muy tímido, le gusta estar en su casa —dijo, luchando por la calma.

Esa noche, mientras limpiaba a Majin Buu con un bastoncillo, Ana le dio un consejo: —O asumes que tu colección va a oler a fresa, o que tus hijos están intentando formar parte de tu vida.
Al día siguiente, Elvis no compró una vitrina con llave. Compró otra balda. La colocó baja y puso en ella una figura vieja y barata: el Goku en moto.
Cuando su hijo preguntó, Elvis le guiñó un ojo. —Ese es el Goku de batalla, el que puede ir a la piscina y al parque. Pero solo si me ayudan a vigilar a Buu.
La colección estaba a salvo. Elvis aceptó que su santuario se había convertido en un campo de juegos compartido.
**Foto(s) tomada(s) con mi smartphone Samsung Galaxy S22 Ultra.**
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