En el Club Napolitano, bajo el techo de chapa que dejaba colar una luz filtrada, José, de once años, chapoteaba en su rincón favorito de la piscina. Era jueves, su día de natación. La pileta, con sus carriles delimitados por sogas rojas y blancas, era un universo de juegos cuando la clase terminaba.

José no era el mejor nadador, pero era el rey de los juegos inventados. Hoy, la misión era clara: "Guerra de Pelotas Flotantes". Él y su amigo Mateo, un poco más alto y siempre con unas gafas de buceo medio puestas, lideraban un equipo. Mateo sostenía una pelota roja gigante como si fuera un escudo. Del otro lado, estaba Nico, el más rápido en el agua, quien intentaba robar un churro de espuma azul que José usaba como "arma secreta".
El ambiente olía a cloro y a verano. El agua salpicaba sin parar, formando un rocío que empapaba la orilla de baldosas. Una bandera de cuadros rojos, blancos y azules colgaba de pared a pared, dándole un aire festivo, casi como si el club se preparara para un cumpleaños constante.
De pronto, un grito de victoria. José había logrado esquivar a Nico y lanzar una pequeña pelota blanca que impactó justo en la cara de su contrincante. El grupo estalló en risas. Incluso el profesor, sentado en una silla de plástico blanco al fondo, sonreía mientras recogía algunas tablas de natación olvidadas.
Para José, el Club Napolitano no era solo un lugar para aprender a flotar. Era el refugio del jueves, donde por una hora era más que un niño de once años. Era un estratega acuático, un pirata de agua dulce, el protagonista de la historia más divertida que pasaba bajo el techo azul de la piscina. La sirena que anunciaba el fin se acercaba, pero el juego continuaba, con el eco de las risas rebotando en el techo de metal.
**Foto(s) tomada(s) con mi smartphone Samsung Galaxy S22 Ultra.**
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