En la calle Gavilán, justo frente al almacén de Don Tito, había un árbol que parecía tocar el cielo. Nadie sabía qué especie era, pero todos lo llamaban “el gigante verde”. Tenía ramas tan anchas que daban sombra a media cuadra, y en lo alto vivía una bandada de pájaros con muy mala fama.
No eran agresivos ni ruidosos. No robaban comida ni picoteaban a la gente. Pero tenían una puntería... legendaria.

Cada vez que alguien estacionaba el auto debajo del árbol, los pájaros hacían lo suyo. No fallaban. Era como si tuvieran un sistema de vigilancia y un cronómetro interno. Bastaba que el motor se apagara para que, desde las alturas, empezara la lluvia. Blanca, espesa, y sin misericordia.
Los vecinos ya lo sabían. “No te pongas debajo del árbol”, decía la señora Marta, que lavaba su Fiat cada sábado y cada sábado lo encontraba decorado como pastel de cumpleaños. Pero siempre había algún distraído, algún visitante nuevo, algún repartidor apurado que dejaba el vehículo justo en la zona maldita.
Una vez, un tipo con un BMW negro brillante lo dejó ahí, confiado. Cuando volvió, parecía que lo habían pintado con brocha gorda. Se quedó mirando el techo, suspiró y dijo: “Esto fue personal”.
Los pájaros, mientras tanto, seguían con su rutina. Nadie los molestaba. Algunos decían que eran vengadores ecológicos, otros que simplemente les gustaba el espectáculo. Lo cierto es que, con el tiempo, el árbol se volvió leyenda. Y los autos, si querían sobrevivir limpios, aprendieron a estacionar lejos.
**Foto(s) tomada(s) con mi smartphone Samsung Galaxy S22 Ultra.**
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