Pablo no era un hombre de grandes andanzas. Su mundo se había achicado con los años, o tal vez él lo había encogido a propósito. A sus sesenta y pico, su departamento en el piso once de la calle Bartolomé Mitre era su búnker, justo detrás del gigante dormido del Congreso de la Nación Argentina.
Su rutina era simple, casi monacal. Lectura, café, escuchar tangos viejos, y esperar. Esperar la hora dorada.
La vista desde su ventana era todo lo que necesitaba. En esa cuadra, a esa altura, el Palacio del Congreso se alzaba imponente, con su cúpula verdosa, un poco gastada, como una moneda antigua. Los días de semana, abajo, era un hervidero de gente, bocinazos y protestas. Pablo los veía como hormigas ruidosas. Pero a él solo le interesaba una cosa: el sol al atardecer.

Cada tarde, puntualmente, sin fallar, Pablo descorría la cortina pesada y abría apenas la persiana de madera. Se sentaba en su sillón desvencijado, con una cámara Canon vieja, pesada, de esas que hacen un clic-clack fuerte y satisfactorio al disparar.
No buscaba una foto cualquiera. Buscaba ese momento exacto en que el sol, como una bola de fuego, se posaba sobre la cúpula del Congreso. No detrás de ella, sino justo encima, o a un costado, para que la luz reventara en los bronces y los vidrios.
"Una vez que lo tenés, lo tenés," murmuraba a veces.
Eran solo unos minutos. El cielo de Buenos Aires pasaba de un naranja suave a un rojo violento, y el sol disparaba un rayo final justo contra el pináculo del edificio. La cúpula parecía incendiarse.
Click-clack.
Pablo respiraba hondo. La cámara temblaba un poco en sus manos, pero la luz era perfecta. A veces, un avión diminuto cruzaba el cuadro, o una nube rebelde tapaba el momento. Él se frustraba, guardaba la cámara y rezongaba. "Mañana será."
No le interesaba vender las fotos, ni subirlas a internet. Las guardaba en cajas de zapatos, copias reveladas en papel mate, un tesoro personal de atardeceres porteños que solo él conocía desde ese ángulo preciso. Eran como las páginas de un diario mudo, un registro de que, incluso en el caos de la ciudad y el tiempo, la belleza seguía sucediendo, justo al alcance de su persiana, en el piso once, sobre la cúpula gastada de la nación.
**Foto(s) tomada(s) con mi smartphone Samsung Galaxy S22 Ultra.**
**Foto(s) tomada(s) con mi smartphone Samsung Galaxy S22 Ultra.**