Era viernes, y como cada viernes, pasé por el kiosco de Don Tito antes de volver a casa. El sol ya se escondía detrás de los edificios, y Bigotes me esperaba con esa mirada que mezcla hambre con reclamo silencioso. Pero ese día, algo distinto me llamó la atención: una caja nueva, colorida, con letras que decían “Alfajor Triple Rasta”.
—¿Y esto? —pregunté, señalando la caja.
Don Tito se acomodó los anteojos y me dijo como si estuviera revelando un secreto de familia:
—Llegaron hoy. Son una bomba. Tres capas, chocolate que no escatima, y un dulce de leche que parece hecho por la abuela.
No lo pensé mucho. Compré uno. Caminé hasta casa con esa mezcla de curiosidad y gula que sólo se siente cuando uno sabe que está por probar algo nuevo.
Ya en la cocina, mientras Bigotes hacía su ritual de girar en círculos antes de comer, abrí el paquete. El alfajor tenía peso, como si dijera “acá no venimos a jugar”. Le di el primer mordisco… y ahí fue. El silencio. El momento en que el cerebro deja de pensar y sólo se dedica a saborear.
Era como si tres alfajores se hubieran puesto de acuerdo para abrazarse y formar uno solo. El chocolate no era cobertura, era declaración. El dulce de leche, generoso, sin timidez. Y la masa, suave pero con carácter.
Me senté, miré a Bigotes, que ya había terminado su comida y me observaba como diciendo “¿y a mí qué me toca?”. Le di una miguita, porque compartir es ley en esta casa.
Desde ese día, el Alfajor Triple Rasta se convirtió en parte del ritual. No todos los días, claro, porque hay que cuidar la figura (o eso dicen). Pero cada vez que quiero celebrar algo, aunque sea que el Excel no se colgó, ahí está: el Rasta, firme, triple, y con sabor a descubrimiento.
**Foto(s) tomada(s) con mi smartphone Samsung Galaxy S22 Ultra.**
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