Williams

@vgalue · 2025-09-01 00:01 · Top Family
Williams tenía 45 años y una costumbre: cada mañana, antes de levantarse, se quedaba unos minutos mirando el techo, esperando que el dolor en las rodillas se calmara. No era pereza. Era miedo. Miedo a que ese día fuera igual que el anterior: presión alta, insulina, pastillas, y ese cansancio que no se iba ni con diez horas de sueño. ![1000520520.jpg](https://files.peakd.com/file/peakd-hive/vgalue/23x1FQBeniiVGCEymMb7fjSfYWPgjuE9kt5NRD4pShogfuXHic9UEUbGkesdzMh3fC7mC.jpg) Pesaba más de 160 kilos. La obesidad no era solo un número en la balanza, era el silencio de su respiración al subir escaleras, el sudor constante, el no poder atarse los cordones sin sentir que se le iba el aire. Y lo peor: la sensación de que su cuerpo ya no le pertenecía. Un martes cualquiera, después de que el médico le dijera que su diabetes estaba empeorando, Williams se sentó en la plaza del barrio. Miró a unos chicos jugar a la pelota. Uno de ellos tropezó, se levantó riéndose, y siguió corriendo. Williams pensó: “Yo ya no me levanto así. Yo ya no corro.” Ese día, por primera vez, no solo pensó en operarse. Llamó. Preguntó. Se anotó. El miedo lo acompañó todo el proceso. Miedo a la cirugía, a no despertar, a que no funcionara. Pero también lo acompañó algo nuevo: esperanza. El día del bypass gástrico, su hermana le apretó la mano y le dijo: “Esto no es rendirse. Es empezar de nuevo.” Pasó un año. Hoy, Williams pesa 100 kilos. Camina todos los días, sin dolor. La presión está normal. La diabetes, controlada. Ya no toma tantas pastillas. Se ata los cordones sin pensar. Y cada mañana, cuando abre los ojos, ya no mira el techo esperando que el dolor se calme. Se levanta. Se estira. Y a veces, hasta se ríe solo.

**Foto(s) tomada(s) con mi smartphone Samsung Galaxy S22 Ultra.**

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