Los tendones de su cuello se tensaron como cuerdas de una guitarra desafinada, vibrando con un lamento sordo. Lágrimas resbalaron por sus mejillas mientras revivía el día en que estranguló a aquellos veinticinco enemigos capturados. Sus rostros congestionados, ojos desorbitados, surgieron en su mente como espectros acusadores de no decirles la verdad. Y el nudo en su garganta cobró vida, apretando como las manos que él usó. En un susurro roto, pidió perdón, pero el eco de sus gritos lo asfixió en un abrazo final.
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