La oscuridad me envuelve como un tormenta de invierno.
La habitación huele a cigarro y a cerveza agria. En el cenicero, la última colilla dibuja espirales sobre paredas amarillentas. Su brillo se deforma en el cristal que empaña mi respiración.
Lorenzo. Así me llamaban. Un nombre que ahora suena a chiste, a firma falsa en un cheque sin fondos.
Yo coleccionaba «te amo» como otros coleccionan mariposas: clavándolos en un álbum de sábanas revueltas. La caza exigía precisión: una mirada sostenida un segundo más de lo debido, un susurro que convertía el deseo en arte efímero. Mis noches eran un museo de victorias sin catálogo. En ciertos círculos, mi cama era leyenda. Las mujeres llegaban con promesas en los labios; yo las despachaba con sonrisas de propietario.
Hasta que llegó ella. la No.
No la más hermosa. No la más ingenua. Simplemente la única que no encajó en el marco.
Apareció en verano, cuando mi vida ya olía a ambientador de carro y a oportunidades perdidas. Cuando sentado en la parada su vehículo se accidentó. Mientras las demás aceptaban mis regalos con risitas de complicidad, ella los recibía con una inclinación de cabeza, como si le entregara pruebas de un crimen. «Gracias», decía, y sus dedos —siempre enfundados en unos guantes de piel negra— los depositaban sobre la mesa con la meticulosidad de una archivista.
—Son para ti —le insistía, ofreciéndole el libro que nunca abrió, la copa que nunca probó, el plato que devolvió intacto al servicio de habitaciones.
—Lo sé —respondía, y sus ojos negros se posaban en un punto detrás de mí, como si ya estuviera calculando el espacio que ocuparía mi derrota en su colección.
Sus guantes. No los quitaba ni para tomar el té. «No acepto regalos de hombres que no son mi pareja», repetía la nota que acompañaba cada devoción rechazada, escrita con una caligrafía que parecía burlarse de mi letra de borracho. Una vez, en un arrebato, le pregunté: —¿Y si lo fueran? Ella sonrió. No a mí. A la idea. —Entonces —dijo, y su voz no subió de tono, como si explicara un teorema— no serían regalos. Serían deudas.
Ella es sapiencia. Es dama. Es cazadora.
Ahora la oscuridad reclama su turno. Toso, y el sonido rebota contra las paredes como un disparo en un callejón vacío. El frío sube por mis piernas, rígidas como las de un insecto alfilerado.
Este cuerpo —antes instrumento de conquista, ahora solo es un error de inventario— se hunde en el sillón.
Cierro los ojos. Ella sigue ahí, al otro lado del cristal, empañado y sucio. No como un fantasma, sino como la cuidadora de un depósito que yo nunca supe ver. Sus guantes negros clasifican mis intentos entre «ejemplares típicos» y «piezas sin valor». Y en el cajón de los objetos donados, mi nombre no aparece en la etiqueta. Solo un número de registro, escrito con tinta verde:
«Espécimen. Masculinidad en estado de descomposición. Fecha de adquisición: verano del año en que me operé los senos».
** (https://www.pexels.com/es-es/foto/mano-sujetando-equipo-plastico-5128111/)
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