El niño trazó líneas en el polvo con el trompo: tres vueltas a la izquierda, una a la derecha, siempre en el mismo sitio. El trompo vibró sobre su diente metálico, un latido que emanaba de las tablas. Estas respondieron con un crujido, una presión que surgía de algo debajo.
En el rincón donde se cernía la oscuridad, un destello sin origen atravesó el polvo. El trompo se detuvo. El aire se solidificó, presionando contra su piel. Al recogerlo, la cicatriz en su palma, una pálida medialuna, ardió sin calor. Los círculos se retorcieron, y sus dedos sintieron que el aire se pegaba a la madera, haciendo que el espacio se volviera pegajoso. Las paredes se inclinaron hacia adentro.
El celular yacía sobre la mesa, intacto por el polvo que lo rodeaba. Su pantalla mostraba grietas que absorbían la luz. El resplandor consumía los colores. Era algo ajeno a su memoria.
Al acercarse, el polvo se congeló, los segundos se detuvieron en un círculo invisible alrededor del celular. Exudaba la certeza de un error en la realidad. La pantalla se activó sin transición.
Mostró su rostro. Donde deberían haber estado sus ojos, solo había agujeros que reflejaban el vacío. Una voz, su voz, pero con la aspereza de una garganta que nunca había bebido agua, resonó tras sus ojos:
—Esto no es tuyo.
Sus dedos no obedecieron mientras intentaba soltar el celular. La pantalla se movía como carne viva, arrastrándose por las grietas. Una figura emergió de la oscuridad: alta, con las extremidades dobladas en ángulos imposibles. De sus manos, si es que eran manos, algo flotaba hacia abajo, sin el suelo. En una de ellas, su propia cicatriz.
—No lo dejes entrar —susurró la voz—. O serás el agujero que deje cuando se vaya.
El celular se cayó. La pantalla permaneció encendida. La figura sin rostro lo observaba desde donde debería haber estado su reflejo. Conocía ese vacío.
—Deja ir lo que no es tuyo —dijo la voz en su garganta—. Antes de que te conviertas en lo que falta.
El silencio era denso, como algo que respira sin pulmones.
A lo lejos, el sol se detuvo, las sombras se extendieron como tinta sobre un pueblo que ya no existía en el tiempo. El chico se apoyó contra la pared. Un peso viscoso le enredaba las costillas, latiendo como si tuviera venas.
Sus manos encontraron su pecho. Bajo su piel, algo latía al ritmo del corazón de otra persona. La pantalla del celular mostró la imagen final: sus manos sosteniendo algo invisible, y detrás de él, el espacio liso de la figura que se acercaba. Algo goteaba entre sus dedos, restando espacio donde caía.
—¿Ya está aquí? —preguntó, y su voz parecía óxido descascarándose.
No hubo respuesta. Solo el trompo inmóvil, una perinola en su ranura perfecta, y la certeza de que algo lo observaba desde el ángulo donde se rompían las líneas, pero ya no hubo reflejos de su sombra.
Y el mundo permaneció quieto, el tiempo olvidado.
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